Alfredo Semprún

República Centroafricana, un millar de muertos tarde

Lo más seguro es que no lo recuerden, pero fue en marzo cuando publicamos el llamamiento angustioso de un obispo misionero español, el comboniano Juan José Aguirre, para que la comunidad internacional hiciera algo por República Centroafricana. Por aquellas fechas, no tan lejanas, los guerrilleros musulmanes habían asaltado la misión de Bangassou, en el norte del país, y avanzaban hacia la capital, Bangui. La tomaron y se hicieron con el poder. Lo que no es mucho decir. Pronto, al calor del saqueo, cayeron sobre el país como una plaga de langosta los bandoleros chadianos y sudaneses, y con ellos los nómadas Mbororo, de lengua árabe, que vagabundean por media África con su ganado, sin hacerle ascos a un buen pillaje. La última carta desde Bangassou de monseñor Aguirre daba cuenta de que el nuevo Gobierno intentaba estabilizar el país, con escaso éxito. Los guerrilleros, los «seleka» se habían dividido en grupos de adictos al machete que actuaban por su cuenta. Eran unos 15.000. Por lo menos, la misión –aunque en el momento de redactar estas líneas, viernes 6 de diciembre, no hay nuevas noticias de Bangassou– había conseguido recuperarse algo y recibir el contenedor de ayuda que cada año les llega desde Córdoba, de donde es natural el obispo. Pero hay que temerse lo peor. Durante el último mes, la situación de seguridad había degenerado y las matanzas eran el pan nuestro de cada día. Los cristianos, mayoritarios, se organizaron en grupos de autodefensa y, refugiados en los bosques y selvas, llevaban a cabo un a activa guerra de guerrillas contra los «selekas». Y, de paso, contra sus vecinos musulmanes que, si Dios no lo remedia, van a ser las víctimas de la venganza que se avecina.

El jueves, por fin, el Consejo de Seguridad de la ONU daba autorización para un despliegue de tropas internacionales liderado por Francia. Mejor que se den mucha prisa. En la capital, los enfrentamientos se generalizan y las víctimas mortales, siempre mutiladas, se cuentan por centenares. La población se refugia en la catedral o se agolpa en el recinto del aeropuerto internacional, que está protegido por un centenar de soldados franceses llegados hace unas semanas desde sus bases en Gabón, pero que no han podido hacer nada por evitar el desastre. Los corresponsales en el terreno dan cuenta de un pillaje general y de los numerosos incendios que jalonan, sin distinción, los barrios cristianos y musulmanes. Nada, desgraciadamente, que no hayamos visto por toda África. Lo más indignante es que estábamos más que avisados. Que ningún gobierno occidental, con un mínimo de información sobre el terreno, podía ignorar que República Centroafricana, uno de esos Estados fallidos que dicen los cursis, se encaminaba al caos. Y sepan una cosa: los que viven allí, sí, los negros africanos, son como cualquiera de nosotros. Con las mismas aspiraciones, temores y esperanzas. Agradecidos a la paz y el orden que, cuando reinan, hace posible el trabajo y la crianza de los hijos, allí y en Sebastopol. O dicho de otra forma: los cadáveres mutilados de Bangui también eran seres humanos. Hay que recordarlo para cuando las dificultades financieras, o de cualquier otro tipo, «aconsejen» el fin de la intervención internacional.