La situación
El discurso del Rey
«Alguna esperanza sobrevive cuando, al menos de momento, se mantiene en pie una columna de nuestra democracia»
Cincuenta años después de la muerte del dictador, cuarenta y ocho desde las primeras elecciones, y cuarenta y siete desde que rige la Constitución, resulta lastimosa la carencia de pilares sólidos sobre los que la democracia española pueda apoyarse.
En 2015, se adoptó la libre decisión (nadie nos obligó) de transformar el sistema de partidos en una jaula de grillos. Hasta ese año, España sufría las consecuencias propias (positivas y negativas) de un mecanismo consistente en dos grandes partidos, que se turnaban en el poder al dictado de los votantes. Desde entonces, sufrimos las consecuencias propias de un mecanismo consistente en que haya más de veinte formaciones políticas presentes en el Parlamento, sin que en diez años hayamos tenido un gobierno con capacidad real para gobernar, mientras las posiciones extremistas, oportunistas y populistas, a un lado y a otro, se enseñorean de los espacios de poder. Así sea, si los ciudadanos así lo desean. Pero, entonces, asumamos los costes sin queja.
Durante las primeras décadas de nuestra democracia, existía un bloque de españoles moderados –entre dos y tres millones– que votaban indistintamente al PSOE y al PP, después de realizar un análisis ponderado sobre la situación del país. Si las cosas iban razonablemente bien, ese bloque votaba con holgura a quien estaba en el poder. En caso contrario, esos mismos votantes facilitaban la alternancia. Dado que ese sector del electorado se ha reducido a la mínima expresión, lo que se ha ampliado es el frentismo y la polarización.
Por ello resulta tan destacable asistir al ejercicio de arbitraje y moderación constitucional (artículo 56.1) que realizó Felipe VI en su discurso de conmemoración de los cincuenta años de la Monarquía, cuando habló de consenso (dónde quedó…), de coordinación entre administraciones, de la responsabilidad de las instituciones, de favorecer la serenidad frente a la contienda atronadora, y del riesgo que provoca la discordia llevada al extremo por un ruido pertinaz.
Nadie hará caso al Rey, porque ese ruido atronador impide que se escuchen las voces templadas. Pero alguna esperanza sobrevive cuando, al menos de momento, se mantiene en pie una columna de nuestra democracia.