Editorial

La sentencia no puede acabar en nada

La Razón
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Si ya es deplorable que la sala de lo Penal del Tribunal Supremo parezca decantarse por condenar por delito de sedición, es decir, en el ámbito de los desórdenes públicos, a los líderes separatistas catalanes que impulsaron el proceso de independencia y actuaron desde las propias instituciones democráticas para atentar contra el orden constitucional –lo que a juicio de la Fiscalía, y de una mayoría de los ciudadanos, constituye un acto de golpismo que hubiera sido merecedor del reproche penal por rebelión–, la sociedad no acabaría de aceptar que los condenados pudieran verse favorecidos por unos beneficios penitenciarios que sólo se otorgan con cuentagotas al resto de los reclusos. De ahí, que debamos apelar a los magistrados actuantes, dado el hecho de que la sentencia todavía no ha sido firmada y notificada, a que estimen la petición fiscal de que se fije el mínimo de cumplimiento para que los reos puedan progresar al tercer grado y atenuar su régimen de vida carcelaria. Porque el precedente de Oriol Pujol, favorecido descaradamente por el departamento de prisiones de la Generalitat de Cataluña, que tiene transferidas la competencias, permite sospechar lícitamente de una nueva muestra de ingeniería penitenciaria, mediante la aplicación del artículo 100.2 del Reglamento correspondiente, que podría poner en la calle, literalmente, a los condenados tras una breve estancia en las cárceles de la Generalitat. Dado, además, que la interposición de los recursos de la Fiscalía, del juez de vigilancia o de la Audiencia Provincial, no paraliza cautelarmente las decisiones de las junta de tratamiento, podemos encontrarnos con un nuevo capítulo del desafío de una Generalitat en manos de los enemigos del Estado y, una vez más, amparados por la propia legalidad española, la misma que pretenden destruir. Somos perfectamente conscientes de los padecimientos que supone el cumplimiento de una pena de prisión y de que, de acuerdo al principio constitucional, la misma debe orientarse a la educación y reinserción social del delincuente. Pero, precisamente por ello, debemos insistir, frente a falsos humanitarismos, no sólo en la gravedad de los hechos protagonizados por los encausados, sino en la contumacia con que justifican sus actuaciones y en la ausencia del menor arrepentimiento. Las expresiones de «lo volveremos a hacer», en boca, una vez más, de unos representantes políticos, como el presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, obligados por sus cargos a cumplir y hacer cumplir la ley, aconsejan que se vele por el respeto a la normativa del Código Penal, que establece con claridad que los reos condenados a más de cinco años de prisión no podrán progresar al tercer grado penitenciario hasta haber cumplido la mitad de la pena impuesta. Y, mucho menos, sería tolerado por la opinión pública, que una sentencia de prisión pudiera convertirse en moneda de cambio política o en herramienta de negociación con los partidos separatistas. Porque si nadie en su sano juicio puede estar en contra de que se den los pasos necesarios para reconducir las situación en Cataluña, ese proceso político no puede pasar por la abdicación de las instituciones del Estado a la hora de hacer respetar el orden constitucional, en virtud de no se sabe qué compromisos. La falta de contundencia ante algunas de las peores manifestaciones de deslealtad de los separatistas, la equidistancia mantenida durante demasiado tiempo por la izquierda entre quienes defendían la Constitución y quienes no dudaron a la hora de tratar de romperla, y el desistimiento ante los reiterados incumplimientos de la legalidad, nos llevaron fatalmente a los días negros de octubre de 2017, con la Generalitat de Cataluña y el Parlamento autónomo actuando unilateralmente para separar una parte del territorio español.