Venezuela

Maduro es una amenaza para la paz

La toma de posesión del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha sido inmediatamente respondida por una resolución extraordinaria de la Organización de Estados Americanos (OEA) declarando la ilegitimidad del Gobierno de Caracas y del régimen político que representa. La condición de paria internacional del dictador bolivariano, plasmada tanto en la ausencia en la ceremonia de los representantes del mundo libre como en el rechazo de los mismos a reconocer la legalidad institucional venezolana, abre, sin embargo, un periodo de riesgo extremo para la estabilidad de la región, por cuanto parece muy probable que el régimen de Maduro, presionado interna y externamente, busque en la crisis territorial con la vecina Guyana una excusa para endurecer aún más, si cabe, las políticas de represión contra una población que, según las últimas encuestas solventes, le rechaza abrumadoramente. En este sentido, la reacción del Ejecutivo de Caracas a la nota del «Grupo de Lima», que integra a las grandes democracias americanas, apoyando la integridad de las fronteras de Guyana, es inequívoca de la intención de aplicar el delito de «alta traición» a todos aquellos venezolanos que mantengan contactos políticos con el exterior y va explícitamente dirigida a los miembros de las Fuerzas Armadas Bolivarianas, entre quienes crece la deserción y la protesta. La cifra de 4.000 militares y miembros de la Guardia Nacional detenidos por supuestos actos de sedición en el último año da perfecta cuenta del temor del régimen a una asonada cuartelera, pese a la fidelidad expresa de la mayoría de los altos mandos, a quienes se ha entregado el control de las principales instituciones económicas del país.

Técnicamente, Venezuela es desde ayer una dictadura socialista a la que, sin embargo, reconocen los gobiernos supervivientes del llamado «eje bolivariano», con Cuba a la cabeza, las tres potencias enfrentadas a occidente, Rusia, China e Irán, y la mayoría de los países que conforman la OPEP. Esta red de apoyos, nada despreciables por su entidad, es la que ha permitido a Nicolás Maduro, mediante la obtención de créditos en condiciones inconfesables, capear la catastrófica situación de la economía y mantener activo el enorme entramado clientelista interior, que ha llevado al país caribeño a encabezar todas las listas de corrupción institucionalizada. De ahí que no sean suficientes para propiciar el retorno a la democracia las meras declaraciones de condena o de ilegitimidad del régimen que han hecho la Unión Europea, los Estados Unidos y el «Grupo de Lima» –con la reticencia del nuevo Gobierno de ultraizquierda de México–, si éstas no vienen sucedidas por la ruptura de relaciones diplomáticas y el establecimiento de sanciones a los principales responsables de la dictadura y a las empresas públicas que detentan las principales riquezas del país. Maduro ya ha demostrado su capacidad y su disposición a conculcar todo el ordenamiento jurídico venezolano tras hacerse con el control absoluto del Poder Judicial y de la Junta Electoral Central, cómplices directos en el gigantesco fraude que supusieron las elecciones presidenciales, de las que fueron excluidos, bajo supuestos cargos penales, los principales representantes de la oposición. No es, pues, probable que se avenga a un acuerdo con la Asamblea Nacional, la única institución legitimada por las urnas que queda en el país, cuyos diputados corren, además, el riesgo continuo de sufrir una detención arbitraria. Por todo lo expuesto, el panorama es sombrío y va a depender de la capacidad de respuesta occidental sobre los valedores del régimen chavista. Lo demás sólo servirá para prolongar la agonía de un pueblo que carece de lo más básico y que solo espera la huida.