Pedro Sánchez

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La campaña electoral que se cerró anoche –afortunadamente, más corta de lo normal– no se recordará por sus intensos y esclarecedores debates entre los candidatos. Pasaría sin pena ni gloria si no fuera porque lo que se dirime mañana es decisivo para el futuro de la gobernabilidad del país. Incluso está en juego algo aparentemente más sencillo: si los partidos mayoritarios serán capaces de desbloquear la situación política y permitir que la legislatura eche a andar. Si nos guiamos por lo que hemos oído estos días a cada uno de los líderes, el bloqueo se perpetuaría, algo que de cumplirse sería una verdadera catástrofe. La decisión de repetir elecciones sin ni siquiera llegarse a formar Gobierno fue de Pedro Sánchez, y no fue producto de su imposibilidad de sumar apoyos, que los tenía –siempre habló de una mayoría de izquierdas–, sino de una estrategia trazada en la que puso a su servicio los resortes legales del Estado para convocar elecciones –lo que sólo corresponde al Rey– y mejorar así su posición parlamentaria. Mañana se comprobará si el plan de superar holgadamente los 123 escaños del PSOE se cumple, porque al fracaso de adelantar los comicios se sumará ahora el de no alcanzar los objetivos. De ser así, Sánchez quedaría muy devaluado políticamente, en una situación muy comprometida e imposibilitado para ser el candidato socialista, una exigencia que, nos tememos, no está entre los principios del secretario general del PSOE, aunque tendrá su peso a la hora de negociar. El pasado verano, la izquierda, socialistas y Unidas Podemos, representaron uno de los espectáculos políticos más esperpénticos que se hayan visto en nuestra democracia: teniendo supuestamente la mayoría, fueron incapaces de formar un Gobierno e investir a Sánchez con el apoyo envenenado del independentismo insurgente. Con este bagaje se han presentado de nuevo a las elecciones, repartiéndose responsabilidades y culpas, compartiendo egos insaciables e irreponsabilidades. Aquel Gobierno no salió adelante –por el bien de los intereses de los españoles– y evidenció un hecho: en la actual situación política –en pleno desafío del secesionismo catalán con un salto cualitativo violento y ante una nueva recesión económica– Iglesias no es un socio fiable y ni mucho menos ERC, ni estos son los mejores aliados del PSOE. En estas circunstancias, es la hora del centroderecha, de PP, Cs y Vox, de saber movilizar a sus votantes, lo que será clave si se confirma un nivel de abstención alto; de momento, sabemos que el voto por correo ha descendido un 26% respecto a las generales del pasado 28 de abril. La posición que mantengan estos partidos va a depender de la implicación activa de su electorado, por lo que hacer un llamamiento al voto útil es un mero recurso electoralista –que ya ni se mantiene en izquierda y derecha– para arrebatar votantes. Reivindicar como propiedad todo el voto de la derecha no tiene ningún sentido cuando, además de ser contrapoducente para la movilización de su electorado, va en contra del hecho innegable de que el mapa política ya no se reparte entre dos partidos. Hay nuevos actores que reclaman legítimamente el voto y hacer cálculos con el hundimiento del Cs es un mal negocio. El PP de Casado no debería perder de vista que la cuota nada desdeñable de poder que administra su partido –en Andalucía, Castilla y León, Murcia, Madrid o en el ayuntamiento de la capital– es gracias a las formaciones de Albert Rivera y Santiago Abascal. En papel que en este bloque puede desempeñar Cs es una incógnita, pero por prudencia no se le puede dar por vencido. Magro avance sería para el centroderecha no tener, por ejemplo, la mayoría en el Senado, lo que sería una pieza clave ante cualquier reforma constitucional. Tras el rotundo fracaso de Sánchez para formar Gobierno, el centroderecha tiene la oportunidad de avanzar y ofrecer la estabilidad que España necesita.