El buen salvaje

La espantá

Juan Ortega le ha dado a España la morfina que necesitaba para el propio dolor de sentirse abandonado

Un torero nunca se echa atrás. Si lo hace, uno imagina que ese abismo en el que no quiere entrar es más terrorífico que los cuernos de un toro: una epidemia de monstruos interiores, tan mortífera como sentimental, o unos cuernos de otra manera que empitonan demonios pasionales de los que no salen en la plaza. Anda media España con los encuentros de Ginebra en los que, perdón, sale gente muy fea, pero la otra media, como siempre la otra, y ahí me meto, sigue fascinada con el episodio del plantón que dio el torero Juan Ortega a su prometida Carmen Otte, el pasado sábado en Jerez de la Frontera. Esa iglesia de de Santiago huérfana de tules con el Santísimo Cristo de las Almas sin poder dar consuelo más que a sí mismo.

¿Qué pudo pasar para que el diestro diese marcha atrás poco antes del enlace, con la novia ya vestida camino del altar? ¿Qué le dijo el cura, por Dios? Esto es un romance de valentía o el gesto de un cobarde que no se reconoce. Sea lo que sea, un asunto así nos deja taquicárdicos en tiempos de la Inteligencia Artificial, de Barbie y de Taylor Swift, quién nos lo iba a decir, el clásico trance de un torero, ni siquiera tan famoso como Enrique Ponce, pero carne de una copla de Quintero, León y Quiroga o de un «remake» del dramón «Currito de la Cruz».

Juan Ortega le ha dado a España la morfina que necesitaba para el propio dolor de sentirse abandonado. Unos se ponen del lado del caballero y otros de la dama, a la que algunos grupos en las redes señalan como la «víctima» y otros como la «mala», qué más da. Todos tenemos una teoría de por qué se deja a alguien al entrar al ruedo y suena la banda, tan festiva de un domingo soleado. Juan Ortega ha dejado alto el listón de nuestras expectativas. El amor es un perro que sin que te lo esperes muerde con rabia hasta que el corazón siente la espada, los dientes o algún objeto punzante con los que se termina una sublime faena. Para que luego digan que es un «constructo cultural». No ha muerto, resulta que el amor ha resucitado.