El ambigú

El espejo: más allá del Código Penal

La propaganda, los argumentarios y el ruido tapan el daño, pero no lo reparan

En varias columnas vengo insistiendo en una idea que en los últimos días se presenta como una preocupante realidad: el Código Penal no puede convertirse en el canon ético de la responsabilidad pública o política. No basta con no cometer delitos para considerarse un buen responsable público. Tampoco basta con no haber sido condenado. Reducir el listón moral de la función pública a la mera ausencia de ilícito penal es una forma de empobrecer la democracia y de degradar los estándares que exigimos a quienes administran lo común. El Derecho Penal es un mecanismo de intervención mínima. Su umbral es tan básico que solo sirve para castigar aquello que una sociedad considera intolerable. El que un acto no encaje en un tipo penal no significa que sea correcto, ejemplar o siquiera aceptable desde la óptica de la ética pública. A veces la frontera entre lo legal y lo indecente es amplia. Y en esa frontera, demasiadas veces, se refugian quienes deberían rendir cuentas antes de que llegue el veredicto de los jueces. Es perfectamente posible –y ocurre con frecuencia– que no exista responsabilidad penal, pero sí una enorme irresponsabilidad pública o política. Decisiones opacas, abusos de poder, arbitrariedades, contradicciones flagrantes, falta de rigor o de prudencia… comportamientos todos que la ley no castiga, pero que erosionan la confianza pública. Sin embargo, hemos llegado a un punto en que demasiados personajes públicos sostienen que «todo está bien» siempre que un fiscal no haya formulado una acusación o un juez no haya dictado una imputación, e incluso se exige ya la condena penal. Ese razonamiento, cómodo, pero profundamente dañino, ha generado una política donde la ética solo aparece cuando hay consecuencias jurídicas, y donde la autocrítica brilla por su ausencia. ¿Debe un responsable público esperar a un proceso penal para asumir errores? La idea no es nueva. En la teoría política antigua y medieval, los reyes y príncipes –que ejercían su poder sin contrapesos reales– estaban sometidos a un concepto hoy olvidado: el speculum principis, el «espejo del príncipe». Eran manuales de conducta que recordaban al gobernante la obligación de examinarse a sí mismo, de medir sus actos no solo con la ley, sino con la virtud y con la justicia. El speculum servía como límite interno cuando los límites externos eran inexistentes. Hoy, en plena democracia, disponemos de contrapoderes reales: parlamentos, tribunales, prensa libre. Pero también sabemos que esos contrapesos a veces fallan, se polarizan, se bloquean o llegan tarde. Cuando los controles institucionales no funcionan con la eficacia necesaria, la política necesita recuperar la idea del espejo ético. No se trata de volver a una moral medieval, sino de algo mucho más simple: exigir a quien gobierna o ejerce algún tipo de responsabilidad pública un grado de autoexamen y decencia personal que no dependa de un juez ni de una encuesta. El problema es que, en vez de un espejo, algunos actúan inmersos en una actualizada versión de El retrato de Dorian Gray. En la novela de Oscar Wilde, los actos del protagonista deforman su alma, pero el deterioro no aparece en su rostro, sino en un cuadro oculto. Mientras el verdadero retrato se pudre, la apariencia permanece intacta. Hoy sucede algo parecido: los comportamientos poco ejemplares no deterioran la imagen del responsable público tanto como deterioran la calidad de la democracia. La propaganda, los argumentarios y el ruido tapan el daño, pero no lo reparan. La responsabilidad pública tiene que ver con principios, con confianza, con coherencia, y con ética. La democracia madura no funciona solo con instituciones fuertes, sino también con dirigentes capaces de preguntarse, antes de que lo hagan otros:¿Estoy actuando como debería?