El buen salvaje

El Gran Prix

Ver la cara de un buen profesional como Ramón García es mirarse al espejo y tener ganas de romperlo

La canícula nos ha dejado sin políticos y España parece como una televisión en la que nunca hubiera existido Barrio Sésamo, pero a la que vuelve el Gran Prix sin vaquilla. Un sopor nostálgico con mucho éxito. Solo la nostalgia de un verano azul es capaz de mantener a unos pocos millones enganchados a su memoria, que es la política.

Ver la cara de un buen profesional como Ramón García es mirarse al espejo y tener ganas de romperlo. Ramontxu debe ser el único presentador que no ha pasado por el quirófano o por las agujas mágicas de las vitaminas y el bótox.

Ramón García era un padre y ahora parece un abuelo, una figura con la que me compararon el otro día en la pelu: «Mi abuelo tiene un pelo blanco igual que el tuyo». A ver, pequeño barbero, niñato al que no le cabe un tatuaje en el cuerpo, quién te ha preguntado.

Molón, me dijo además, para más vergüenza porque me vi como en los ochenta yo veía a la abuela rockera. Una vieja enrollada que era lo peor que se podía ser para un enjuto aprendiz de moderno. Dios. Estuve a punto de hincharme a Mahous como Mario Vaquerizo, que también tiene el pelo blanco y se pone las mejores camisetas de España, de la Legión al Valle de los Caídos. Mario deja alto el pabellón de la segunda edad y media.

El caso es que el Grand Prix, que es a lo que iba, pero me pierdo en los detalles, se ha convertido en el éxito inesperado de este verano. Los pueblos siguen enfrentándose, Villarriba y Villabajo, que inventó Jorge Berlanga para el anuncio de Fairy.

Berlanga, Jorge, fue uno de los mayores genios que pisaron una coctelería de Madrid sin que Madrid le haya reconocido ninguna resaca.

En las fiestas de pueblo las orquestas siguen tocando la música de siempre e igual no nos interesa tanto el futuro, de ahí el Gran Prix y los comecocos.