Quisicosas

El hijo vendido

Cuando el benjamín enfermó de cáncer hubo que buscar otra fuente de dinero y la eligieron a ella para trabajar en Europa, catorce años tenía.

Depresión
"No sabía que se pudiese sentir tanto"La RazónLa Razón

De todas la chicas del prostíbulo la eligieron a ella porque era «blanquita» y tenía la nariz pequeña y los dientes alineados. No fue peor que otras veces. Además, durante nueve meses, dejó de entrar con los clientes. La habían entrenado bien, allá en las favelas. Una chica mayor al cuidado de sus hermanos pequeños, a la que golpeaban la abuela, la madre y el hermano mayor, el mismo que la violaba. Mamá trabajaba la calle y proveía, pero cuando el benjamín enfermó de cáncer hubo que buscar otra fuente de dinero y la eligieron a ella para trabajar en Europa, catorce años tenía. Un viaje largo sin itinerario preciso, con los ojos tapados hasta el burdel valenciano donde los días y las noches comenzaron a sucederse como estampas de un viacrucis infinito. No era peor que Brasil.

Luego nació el niño y se le clavó en la memoria su cabecita calva y esa tez clara. Era un desconcertante dulzor, una piel como de papel biblia aferrándose a su pecho, queriéndola. Quince días después se lo arrancaron para el cliente: «Eres una puta y, como puta, no puedes criar un hijo». Estaba tan acostumbrada al dolor que esa orfandad súbita, ese desgarro como de perder un órgano o un miembro del cuerpo o hasta el alma misma, la cogió desprevenida. No sabía que se pudiese sentir tanto. En el mundo de castas, ella ocupaba la inferior. Ni siquiera por cuestión de maldad, simplemente era así, el hado. Le tocaba vivir de ese modo y así vivía, se levantaba, se vestía, se maquillaba para el negocio. Esa mañana en la calle fue tan sólo una excepción, porque ella no solía llorar, llorando no salen clientes. A lo mejor fue el recuerdo del bebé, o las nubes que empolvaban el cielo, pero la mujer la vio secándose las lágrimas y se detuvo a preguntarle qué le ocurría. Se vio en una cafetería contando, recordando y la desconocida tenía un calor como el café de la taza y cogió un teléfono y buscó una casa para trabajar y empezó un camino como de rebobinar, un flash back de una película de limpieza en lugar de suciedad, de dinero escaso pero suyo, de fiestas ganadas a pulso, de felicitaciones por el trabajo bien hecho.

Camila es otra a los 46 años, con 30 años de prostitución superados por el amor y no se esperaba la llamada de su tía. «Aquí hay un chico bien blanquito, que te conoce y ha pagado por entrar a la favela. Dice que es tu hijo». Se lo está pensando y me lo contó el sábado en Cope.