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Impuros

Es un error muy común que observo a mi alrededor ese de confundir pureza con honestidad

Esta semana acudí a la representación en Barcelona de la obra «¡Que salga Aristófanes!» de Els Joglars, nuestros mejores impuros. Estuvieron solo cinco días en la ciudad que los vio nacer, pero fueron suficiente para comprobar que siguen en plena forma. Desde el mismo mediterráneo que acunó a la civilización grecolatina, lanzaron todo un torpedo con forma de representación teatral contra el nuevo puritanismo.

La pureza, no sé bien por qué, sigue gozando de una muy buena prensa desde un punto de vista ideal, cuando, mirando las cosas de cerca y de modo real, la verdad es que toda la vida humana y la de los seres vivos se ha desarrollado como maravilla gracias a la prodigiosa vitalidad de la impureza, de la mezcla.

Yo creo que todo ese malentendido viene de una confusión capital; de tomar unas palabras por otras. Es un error muy común que observo a mi alrededor ese de confundir pureza con honestidad, siendo dos cosas que no tienen nada que ver. Seguramente, la confusión proviene de que muchos de los humanos que hicieron grandes cosas positivas coincidían además en practicar la templanza, la empatía y la austeridad. Un poco de esas cosas nunca vienen mal, pero, probablemente, los objetivos de todos esos grandes hombres triunfaron no porque fueran puros, si no porque eran honestos. La difícil realización de cualquier iniciativa que abogue por mayor equidad y respeto entre humanos nos hace pensar que esas iniciativas tropiezan porque se han apartado en algún momento de sus objetivos puros, sin ver que esos objetivos probablemente nunca fueron puros, sino honrados.

Lo pensé el otro día viendo a Ramón Fontserè recitando con convicción los versos de la obra (qué gran Cyrano de Bergerac haría ese hombre) denunciando, con la naturalidad de la comedia, cómo un santo echado a perder se convierte con facilidad en un fariseo, un inquisidor. Háganse un bien a sí mismos y disfruten siempre de nuestros impuros favoritos.