Tribuna

La llamada

En la competencia, otro chico de mi edad llevaba con mano firme su propio programa. Era una anomalía total: ¡dos niños haciendo radio!

La llamada
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Escuché la llamada siendo un niño. No me resulta fácil explicar cómo sucedió, pero sí puedo decir que a los doce tenía muy claro que le dedicaría mi vida. En la primavera de 1984, en Teruel, sonaban dos programas de radio infantiles que competían en antena los sábados por la mañana. Uno de ellos solía invitar a un grupo de chavales para que visitaran la emisora cada semana y jugaran con los micrófonos. La experiencia era total. El Teruel de los ochenta era una ciudad gris; el frío, las calles vacías y el sonido de las campanas culebreando por las calles adoquinadas del centro, conferían una atmósfera grave de la que era difícil huir. Ser niño no era cómodo. No había internet, ni se lo esperaba. Y las salas de recreativos con máquinas de «comecocos» y «space invaders» requerían una pequeña fortuna para dejarse jugar. La radio se antojaba entonces como una evasión resplandeciente.

El sábado que pisé el estudio fue, quizá, el mejor que recuerdo. Me aupé delante de la alcachofa y aproveché la luz roja para contar todo lo que bullía en mi cabecita: el monstruo del lago Ness, mi sólida preocupación por los ovnis o la fascinación por Indiana Jones y el Templo Maldito que se estrenaba en aquellos días. Salí eufórico de la emisora. La conductora, Maripaz, me pidió que volviera al sábado siguiente. Y al otro. Y al de más allá. Y pronto pasé de invitado a colaborador.

En la competencia, otro chico de mi edad llevaba con mano firme su propio programa. Era una anomalía total: ¡dos niños haciendo radio! Yo llevaba tiempo escuchándolo con admiración. No sabía a qué colegio iba ni qué podría hacer por conocerlo, así que un día me presenté en la SER y lo saludé. Conectamos enseguida. Chema López Juderías había oído la misma llamada que yo, y sus padres veían con idéntica preocupación que los míos esa temprana vocación por los medios.

Desde entonces, nuestros caminos han discurrido por caminos dispares, aunque ambos seguimos hipnotizados por la llamada. La semana pasada, tras veintiocho años trabajando en el Diario de Teruel y doce dirigiéndolo, el Consejo de Administración del periódico decidió cesar a Chema y despedirlo. Todavía me hago cruces por esa decisión política. Un periódico como el suyo, el último de titularidad pública de España, con una tirada de cinco mil ejemplares, dirigido a una población que casi no alcanza los 9 habitantes por kilómetro cuadrado, es naturalmente deficitario. Las cifras nunca les han cuadrado, pero administración tras administración se había decidido mantenerlo como si fuera un ambulatorio o un parque de bomberos. Era algo necesario. Para compensar ese esfuerzo, Chema armó uno de los equipos de periódicos provinciales más creativos del país. Sus portadas se hicieron virales. Eran referencia de la prensa rural. El día que Endesa decidió cerrar la central térmica de Andorra, destrozando la principal fuente de trabajo de la comarca, su primera página se tiño de negro-carbón. Otras fueron más emotivas, como cuando localizaron a una señora de 83 años que en 1937 se había fotografiado con Ernst Hemingway en un camino de la Venta de Caparrates. El periódico la llevó al lugar de la vieja foto y la repitió, a color, junto a un relato que en cualquier otro diario no hubiera pasado de las páginas de cultura.

Cada vez que yo veía una de esas historias sobre el papel, recordaba la llamada. Nuestra llamada. Chema había logrado convertirla en vocación de servicio público, de cercanía con una comunidad siempre necesitada de autoestima, desarrollando un vínculo especial con la despoblación y el campo. Como un nuevo Delibes. De algún modo, su trabajo dio visibilidad a movimientos como aquel «Teruel existe» que, antes de su desembarco en política, derrochaba creatividad en acciones que visibilizaban las carencias de la provincia. Y, paradójicamente, lo que son las cosas, los votos de esa formación han servido ahora para dejar al Diario de Teruel huérfano de su cabeza más creativa. Parece un error difícil de enmendar.

Son los tiempos, sí, lo asumo. Pero también me temo lo peor. Cuando a Chema le comunicaron el despido, Los Ángeles Times estaba echando a 115 periodistas de su redacción. Estados Unidos ha culminado así uno de los años más negros de la historia del periodismo impreso, con más de dos mil profesionales puestos de patitas en la calle. Sus razones no distan mucho de las turolenses y, en el fondo, tienen que ver con la falta de relevo generacional en los compradores –que no solo lectores– de periódicos. De poco ha servido que Chema haya digitalizado la hemeroteca del suyo y la haya servido gratuitamente en la red. Ni paladeando ahí sus icónicas portadas ha conseguido que suban significativamente las ventas. La demografía le ha jugado en contra. Y ahora, sin él, el periódico que articula mi provincia desde 1936 amenaza con apagarse.

Es un drama para los que tenemos presente la llamada. Para los que sabemos que la comunicación es la fuerza sagrada que cohesiona nuestra sociedad. Por eso este requiebro de mi antigua competencia radiofónica lo tomo como un aviso colectivo. Nuestra llama flameará siempre, pero que lo haga con calidad y medios depende únicamente de que haya lectores que se acerquen al quiosco y compren el diario. Y también de que haya sensibilidad en quienes los impulsan desde lo público.

Por cierto, ¿ha comprado usted el periódico que cobija estas líneas?

Piense en Chema. Yo lo hago… a diario.

Javier Sierraes escritor, periodista, y premio Planeta de novela.