El canto del cuco
La nieve
¡Ay qué blanca y qué negra es la nieve!, advertían los más viejos
Ya están blancos los Picos de Urbión y la mole del Moncayo. La vida sigue. Nada ha cambiado en el salto mortal de un año a otro. En el jardín aún le quedan al membrillo algunas hojas amarillas que se resisten a caer. En el porche, el petirrojo, el mirlo y los gorriones devoran, peleándose por unas migas, lo mismo que hacen los políticos, el pan que les he dejado como cada mañana. Asoma entre las nubes un sol tibio. Y uno se hace el efímero propósito de empezar bien el año. Para eso considero imprescindible no hablar hoy de amnistía, ni de muro, polarización, sanchismo, Puigdemont o «lawfare». Ni mencionar, por supuesto, a Txapote ni a la cesta de fruta. ¡Uf, qué alivio! Liberado de este peso, salgo al encuentro purificador de la nieve, la humilde criatura del invierno, que baja sin hacer ruido, mansamente, que canta luego en los regatos del monte, que espera silenciosa en los ventisqueros y los acuíferos y que nutre la tierra para que verdee y para la cosecha.
En el pueblo ya no quedan aceñas ni un alma. Aquellas largas nevadas de primeros de enero, antes del calentamiento global, aparte de embellecer el paisaje cubriendo todas las miserias y de empujar al juego y la algazara en la edad de la infancia, traía a los campesinos no pocas amarguras y penalidades. ¡Ay qué blanca y qué negra es la nieve!, advertían los más viejos. Cuando soplaba el viento, ocurría una fatal transformación. ¡Vienen las «úrguras»!, decían. La nieve agitada, convertida en inmisericorde cellisca o bruja blanca del invierno, deja de ser mansa y se torna en temible amenaza para el caminante desprevenido, sorprendido en descampado sin un chozo a la vista. Por eso, cuando rugía la tempestad en las invernales noches cerradas, negras como boca de lobo, sonaba sin parar en lo alto del puerto de Oncala el campanillo de la caseta del peón caminero para orientar a los que andaban perdidos.
Con todo eso y los consiguientes trastornos para la vida moderna pendiente del automóvil, la nieve compensa. Es igualitaria. Cubre lo mismo la mansión del rico que la choza del pastor. Nos aleja de África y nos acerca a Europa. Si deja de nevar, avanzará el desierto. Según los que avizoran el futuro, vamos camino de ello. Personalmente no encuentro nada más sugerente que la nieve para recuperar la infancia perdida. Cuando el tiempo se serena y da una breve tregua, vuelvo a escuchar el gran silencio del monte nevado, roto apenas por el ruido callado de mis pasos.
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