Tribuna

«Orgullo francés, mensaje universal»

Una civilización que se instala en la cultura de la muerte y la cotidianiza ofrece poca esperanza. Quiere suicidarse

3 de marzo, un día triste, muy triste. La Asamblea francesa, puesta en pie, ovaciona su gesta, la de haber constitucionalizado el derecho al aborto. Para la reforma de su Constitución se precisa una mayoría de tres quintos, pero no hizo falta: hubo 780 votos a favor, 72 en contra y 50 abstenciones; lejos quedaron los 512 votos mínimos. Victoria arrolladora. Algunas parlamentarias entonaron L’hymme des femmes, una canción feminista de los años 70. Mientras, en el Trocadero, miles de mujeres celebraban este hito. La fiesta de la muerte, sólo que el populacho no se arremolina entorno a la guillotina, prefiere el silencio del quirófano.

Desde la Revolución Francesa, los franceses no ovacionaban un genocidio, esta nueva Vendée. Sí Amnistía Internacional, que aplaudió «esta histórica votación», aliviada ante el «retroceso de este derecho esencial en el mundo». «Derecho esencial». Será muy sensible con los derechos humanos, pero destruir al hijo en gestación es un «derecho esencial» de su madre. No sé dónde queda su prestigio y credibilidad.

La gesta francesa viene de lejos. Allá, en las conferencias de El Cairo (1994) y Pekín (1995), auspiciadas por esa ONU erigida en motor abortista, se apostaba por mundializar este «derecho», bien disfrazado con los ropajes del derecho a la salud reproductiva y sexual. Y desde entonces ha sido un no parar. Asumido por la Unión Europea, España lo incorporó a nuestro ordenamiento en 2010 y el reconocimiento de este «derecho» es condición impuesta a países en desarrollo para percibir ayudas. Una gesta, la francesa, que tiene su explicación. Hace dos años el Tribunal Supremo norteamericano enmendó la sentencia Roe vs. Wade, esa que en 1973 convirtió en derecho el aborto, una enmienda que encendió las alarmas en el abortismo mundial. El patético Biden aseguró que blindaría el aborto y Francia ha hecho su parte.

El muy civilizado y exquisito Macron lamentó en un tuit que el Tribunal Supremo norteamericano «pusiera en duda» las libertades de las mujeres y tras subrayar que el aborto «es un derecho fundamental» ya apuntó cuáles eran sus intenciones: el aborto «se tiene que proteger». Dos años después, ha otorgado a Francia este dudoso honor y en otro tuit resaltó la «marca Francia» para estos menesteres: «orgullo francés, mensaje universal». Con ese blindaje constitucional una contrarreforma legal que proteja la vida del no nacido lo tendrá difícil, protegerle será lo inconstitucional.

Pero, triste sorpresa, mi sentido jurídico me dice que lo que ha hecho Francia es lo correcto y como jurista mi crítica tiene que ser limitada: si Macron tuiteó en 2022 que había que blindar el derecho al aborto, así lo ha hecho, a las claras y dando la cara, llevando su propuesta al parlamento, sacándolo adelante y plasmándolo en la Constitución. En España somos más ladinos. En el país que ha hecho de la picaresca un género literario, asolado por el trilerismo jurídico y la trampa legislativa, no se reforma la Constitución y se apela a triquiñuelas más ladinas: se forma un Tribunal Constitucional donde siete jueces gubernamentales imponen su encargo a cuatro jueces constitucionalistas y proclaman un nuevo derecho constitucional, abortar. Con siete jueces que no interpretan la Constitución sino que hacen de constituyentes, no hay que movilizar a 780 parlamentarios, como hace la dispendiosa Francia.

El Tribunal Supremo norteamericano censuró esa treta al derogar la sentencia Roe vs. Wade de 1973, una sentencia lograda por el lobby abortista que forzó un caso para llevarlo a un Tribunal Supremo formado entonces por jueces proaborto. Pero la sentencia de 2022 no niega el derecho al aborto, sino que dice que algo de tal calado no pueden decidirlo unos jueces, sino el pueblo mediante sus representantes electos. Y eso es lo que ha hecho Macron, blindar el aborto, nada menos que en la Constitución; no bastan leyes ordinarias. Mucho criticar esa sentencia, pero ha hecho lo que dice.

Vuelvo a España. Días antes de oír las ovaciones en la Asamblea francesa el INE nos dijo que en 2023 registramos la cifra más baja de nacimientos desde 1941. Si la población es el futuro de un país, poco será el del nuestro si alabamos que abortar sea un derecho y menos si pensamos que desde 1985 los abortos legales superan los dos millones. La demografía en caída libre y aquí hemos liquidado a dos millones de vidas.

Una civilización que se instala en la cultura de la muerte y la cotidianiza ofrece poca esperanza. Quiere suicidarse. Un ejemplo de esa normalización son unas recientes declaraciones de la anterior alcaldesa de Madrid, Carmena: «si llega el momento en que la vida no me compensa, espero tener la capacidad para decidir que me marcho. Porque vivir sin vida no tiene sentido». El aborto como tributo a una sexualidad entendida sin límites y la eutanasia como terapia para nihilistas.