
Tribuna
¿En qué momento empezamos a ser crueles?
Por eso la cuestión ya no es qué dijo o hizo Trump, Putin, Milei, Sánchez o Erdogan. La pregunta es qué estamos dispuestos a aceptar nosotros. ¿Dónde está la frontera moral donde queremos vivir?
Hace tiempo dejé fija en mi perfil de X una frase que solo pretendía marcar una época: «Hay un punto donde las sociedades normalizan lo anormal y empiezan a acostumbrarse a vivir en la demencia. Y es cuando las cosas salen mal».
Estos últimos días, mirando las imágenes del frenético paso de Donald Trump entre Jerusalén y Sharm el Sheij, pensé que ese punto ya llegó. Incluso se ha superado. En una sola jornada pasó de ser adulado en el Parlamento israelí a someter a más de una veintena de obedientes líderes en Egipto. Una escena de humillación obscena. Un espectáculo de pleitesía denigrante. Nadie quiso contrariarlo. Pero tampoco nadie quiso quedar fuera de la foto «de familia». Y lo que más perturba no es él, sino ellos: el coro que acepta la lógica del poderoso, la sumisión al capricho de un narcisista desencajado.
Hace no tanto, cuando Vladimir Putin dejaba entrar a su labradora durante una reunión con Angela Merkel, sabiendo que la canciller era fóbica a los perros, medio mundo se escandalizaba. Era el gesto de un autócrata intimidando a una demócrata. Hoy ese tipo de provocaciones ya no provoca nada. Tampoco el sofagate de Erdogan en Ankara, enviando al sofá a Ursula von der Leyen mientras se sentaba entre hombres. Ni el empujón de Trump al primer ministro de Montenegro en la cumbre de la OTAN de 2017, para asegurarse el centro de la foto. Entonces era arrogancia. Hoy es carácter. Lo indecente, incluso lo perverso, se celebra como virtud.
La crueldad dejó de ser un límite para convertirse en un estilo. En la política actual, humillar al adversario se aplaude como signo de fuerza. Se disfraza de éxito o de autenticidad. Se dice que «así son los tiempos» para justificar la indecencia. Provocar dolor ya no es mal visto si el otro «lo merece». Y eso, más que una crisis de modales, es una regresión civilizatoria. Porque no ser cruel fue, durante siglos, un avance moral: una conquista del derecho y la empatía sobre la fuerza y la venganza. En 1845, un escritor argentino –Domingo Faustino Sarmiento– resumió el dilema de su tiempo con una fórmula tajante: «civilización o barbarie». Era una advertencia, no una consigna. Y, sin embargo, algo de aquel dilema ha vuelto, despojado de contexto y de pudor. Ya no solo abrazamos la barbarie: la celebramos.
La filósofa Judith Shklar escribió que el objetivo principal de una sociedad liberal es evitar el sufrimiento ajeno. No repartirlo ni justificarlo: evitarlo. Esa debería ser la frontera moral donde deseamos vivir. Pero en la política del presente, la empatía perdió prestigio. La compasión parece un defecto. La solidaridad, una debilidad. Los líderes que más crecen son los que mejor manejan la humillación como herramienta. Y los votantes, cansados o fascinados, premian al que «no tiene filtro». El filtro, sin embargo, era lo que nos mantenía humanos.
Cuando los poderosos dejan de tener vergüenza de sus perversidades, los demás empezamos a perderla también. La violencia verbal, gestual y simbólica se normaliza: en la conversación pública, en la red, en la calle, en los programas de televisión. Se nos vuelve paisaje. Lo que antes indignaba hoy apenas incomoda. Lo que antes dolía hoy se festeja. Hemos llegado al punto de aceptar la cancelación como método, la humillación como entretenimiento, dejar de responder un mensaje como algo educado. Esa es la demencia de la que hablaba en aquella frase: vivir sin advertir que algo se nos ha roto.
La sociología lo llama «normalización de la desviación»: cuando lo inaceptable deja de parecernos grave porque lo vemos todos los días. La psicología lo describe como «fatiga moral»: cuando nos cansamos de indignarnos y empezamos a tolerar lo que antes rechazábamos. Pero la historia –que siempre vuelve– enseña que toda degradación empieza así: con la pérdida del rubor colectivo.
Por eso la cuestión ya no es qué dijo o hizo Trump, Putin, Milei, Sánchez o Erdogan. La pregunta es qué estamos dispuestos a aceptar nosotros. ¿Dónde está la frontera moral donde queremos vivir? ¿Cuánto dolor ajeno nos parece tolerable? ¿Cuánta humillación puede caber en el espectáculo antes de que lo llamemos crueldad?
Tal vez la salida empiece por algo tan simple y tan difícil como volver a avergonzarnos. No de la bondad, sino de la indiferencia. No de la cortesía, sino de la crueldad disfrazada de poder. Y tal vez entonces podamos responder, con honestidad, a la única pregunta que importa:
¿En qué momento empezamos a ser crueles?
Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales
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