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Spanish Bloody Mary
La esfera pública deja de ser un punto de encuentro para transformarse en territorio de muerte y martirio semánticos en el cual se dirime la causa sagrada de la ideología
Hay políticos en este tiempo infame –no los más moderados– que usan continuamente lo que siento la tentación de calificar como «lenguaje de sangre». Las palabras sangrientas acuden a sus bocas con extraordinaria facilidad: «Es usted un asesino. Ha matado civilmente. Los muertos reclaman. Sobre su cabeza está la sangre. ¡Asesina, asesina!…». Las expresiones son muchas, poco ingeniosas, y giran alrededor de la misma idea maniquea, decorada con expresiones donde siempre aflora la sempiterna sangre derramada. Sin duda, hablar así consigue llamar la atención del votante más tibio e indeciso. Quien se pronuncia con tal profusión cruenta y feroz está intentando crear un esquema simple de buenos contra malos donde la racionalidad deja su sitio a la visceralidad desatada de la víscera, valga la redundancia. O la repugnancia… Porque no es difícil sentir aversión hacia ese lenguaje, de la misma manera que también produce una fascinación perversa, incontrolada. Los muertos y la sangre logran dramatizar la situación política, convierten el espacio público en un campo minado donde solo merecen sobrevivir quienes agitan una imaginaria ira colectiva como arma contra los «asesinos» (los otros). Se equipara al asesino simbólico con el real que empuña un arma y perpetra una masacre. De hecho, a los usuarios habituales del lenguaje sangriento, los asesinos de verdad, los que matan, no les molestan, suelen ser sus análogos: no los condenan, e incluso sienten hacia ellos afinidades electivas (como las que les despiertan los terroristas, por ejemplo). Sin embargo, el asesino figurado, el que no mata con sus manos a nadie, pero tiene la desgracia de ser adversario ideológico…, recibe toda suerte de invectivas en forma de insultos sangrientos que constituyen un elemento esencial del lugar «sacrificial» en que intentan convertir la política los amigos de la sangre en el lenguaje. Así, la esfera pública deja de ser un punto de encuentro para transformarse en territorio de muerte y martirio semánticos en el cual se dirime la causa sagrada de la ideología, que justifica cualquier medio para llegar al fin: el poder absoluto, la eliminación «sanguinaria» del enemigo.
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