Historia

Francisco Nieva

Una vera historia de posguerra

Aconsejado por Constanza, el niño se acostumbró a respetar y a convivir con el asesino de su padre y su hermano, incluso se dejó fascinar por su bella apostura, sus grandes maneras y su fasto de señorito andaluz

La Razón
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Como dramaturgo en funciones, yo soy partidario de bajar teatralmente a todos los infiernos posibles, y este episodio guarda un interés muy especial. Síganme, pues, con atención.

Hace pocos años que murió, casi centenaria, la reverenda madre Constanza de los Santos Ángeles, abadesa de un convento teresiano en la capital de su natal provincia, de gran historia y prestigio latino. Constanza Villarejo demostró desde muy joven una gran aptitud artística para el bordado en sedas, casi una niña prodigio. En el año treinta y seis del pasado siglo, Constanza aportaba a su hogar una sustanciosa suma de dinero, bordando para la Iglesia estandartes, mantos de santo, paños de altar y otros adornos religiosos.

Estaba casada con un alto mando de la Administración de Correos y destacado socialista militante, que fue denunciado por un joven gallito de la Falange, así como su hijo Luis Miguel, de unos dieciséis años, cabecilla de las Juventudes Socialistas. Se les juzgó y ejecutó, y fueron enterrados vilmente en una cuneta. Ahora, Constanza debía ocuparse de las hijas mayores y de un chaval, como de ocho años, llamado Tadeo, notable artista hoy, del que mucho me honro en ser su amigo. Constanza, después de llorar a sus muertos, se puso a meditar en cómo haría para mantener y educar a sus hijos, y al fin, decidió visitar a una vieja y adinerada marquesa, tía carnal del joven denunciante. Le habló con toda crudeza de la culpable delación de su sobrino, suplicándole alguna ayuda material para la educación de su hijo Tadeo.

La vieja marquesa se arrodilló y lloró a los pies de Constanza, y le prometió ocuparse de la educación del niño, matriculándolo en el mismo aristocrático colegio en donde aún cursaba sus estudios su sobrino, el falangista delator.

Aconsejado por Constanza, el niño se acostumbró a respetar y a convivir con el asesino de su padre y su hermano, incluso se dejó fascinar por su bella apostura, sus grandes maneras y su fasto de señorito andaluz. Trataba de imitarle e igualarse a él, relacionándose con sus muy altas y linajudas amistades. Como un buen probado artista pintor, era invitado de honor en los cortijos, palacios y grandes moradas de sus enemigos, de los que recibía toda clase de favores y distinciones. Él mismo se aristocratizó notablemente y se convirtió en su adlátere, formando parte de su grupo de amistades más afines. Yo lo conocí cuando mantenía en su estudio una tertulia, de la que formaban parte linajudos representantes de la sagrada tradición. Véase lo complejo y lo turbio de su comportamiento social. Constanza aconsejó a sus hijos que no se presentaran jamás como probadas víctimas del régimen, que vivieron en una tensa hipocresía convivencial, para salvarse de una exclusión y un delincuente marchamo ideológico en la dictadura franquista.

Al final, consciente de su error y bien arrepentida, se hizo monja para solicitar el perdón de los cielos, haciendo méritos por y para su comunidad. Adiestró a sus hermanas en el bordado y en la repostería, que comercializaron con provecho y honor. Las puso a trabajar como esclavas de su vocación: mermeladas, yemas, pastelillos... Y al fin, murió como una santa y un gran ornato de la cristiandad, convencida de haber encontrado en el convento su particular paraíso libertario.

Por su parte, el delator se distinguió por su apoyo a un grupo de jóvenes intelectuales y poetas vanguardistas contrarios a la dictadura y, todo hay que decirlo, de inclinaciones sentimentales consideradas como un peligro social en aquellos tiempos. Junto a ellos defendió fervientemente la obra de Lorca, y él mismo escribió poesía no del todo mala, arraigada en la irracionalidad del flamenco.

Como yo pienso siempre en términos de teatro, imagino cuán interesante sería desarrollar esta historia en una comedia. La noticia fatal y la reacción de la astuta señora, su entrevista con la vieja marquesa, escena importantísima y crucial, así como la trasformación del carácter de su hijo menor y la no menos interesante metamorfosis del verdugo devenido en amigo, la turbia moral que se desarrolla en la intimidad de sus casas. La paradoja, en fin, y todas las dramáticas contradicciones que presentarse puedan a consecuencia de una guerra fratricida en la que, además de matarse como buenos hermanos, era obligatorio y necesario seguir conviviendo. Sirva de ejemplo esta vera historia de posguerra.