Religión
Lo esencial y permanente
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid
Lectio divina para este XVIII domingo del tiempo ordinario
«Maestro, ¿cuándo has venido aquí?», preguntan los que han seguido a Cristo por mar y tierra después de que multiplicara los panes (Juan 6,24-35). ¡Cuánto y cuántas veces queremos sujetar a Dios! ¡Cómo nos desconcierta cuando no podemos marcarle el paso! Como el esposo del Cantar de los Cantares, él se hace el escurridizo para avivar nuestro amor y que vayamos siempre más allá. Por eso tenemos que cuidarnos de encasillarle en un compartimiento privado de nuestra vida, de circunscribir lo religioso a unas prácticas aisladas, que no iluminan el resto de la existencia. Ante eso, Cristo ayer y hoy nos advierte: «No me buscáis por los milagros que he realizado, sino porque habéis comido de aquellos panes hasta hartaros».
Dios nos reclama que no le reconozcamos como el que puede transformar, generar y multiplicar, como el que pone en marcha el universo para que una pequeña semilla genere la espiga y esta unos panes; para que estos panes ofrecidos y partidos por las manos divinizadas sacien a miles y permanezcan en cada tabernáculo colmando las ansias más profundas de cada persona. De esto se tratan sus milagros. Los que recibieron los panes multiplicados comieron, pero no se alimentaron; recibieron la materia sin asimilar el Espíritu. Así pasa con toda religiosidad superficial, con una relación con Dios de mero cumplimiento o peor, de externo aparentar. Esos que seguían a Jesús por curiosidad, por la novedad de sus palabras o por los beneficios de sus milagros se escandalizarían y le dejarían. Sería muy fuerte escucharle decir que ese pan es su carne entregada en un amor hasta el extremo y que quien no lo come pierde la vida eterna. Es el drama del amor de Dios que viene a los suyos, pero los suyos no le reciben, aunque a los que sí le reciben les hace sus hijos (Juan, 1, 11-12). ¿Qué lugar eliges hoy ante Él?
El alimento que Cristo da es su misma Persona. Él no solo da algo, sino que se da a sí mismo. No quiere una relación circunstancial y externa con nosotros, sino una abierta al desafío del amor, que siempre implica ir más allá de uno mismo para encontrarse en el otro. Por eso se queda y se da en el pan partido y compartido, para que nos encontremos a nosotros mismos en la comunión personal con él. La Iglesia es el lugar en que se mantiene esta presencia suya; a ella sirve y ella ofrece. Toda sus servicios, su asistencia externa, sus labores y sus fatigas, se originan y finalizan en esa realidad que sobrepasa todo anhelo: Dios hecho sustento de la entera vida humana: «El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed».
El sustento (sub-stinere) que nos da Dios se refiere a lo que subyace en sentido ontológico, es decir, al ser. Es lo esencial y permanente. Por eso hemos de adentrarnos una y otra vez desde las manifestaciones externas de la Iglesia hacia su centro vital más profundo, así como también de nuestras prácticas religiosas, que han de sostenerse en lo esencial de la fe, que es el amor de Dios que se entrega a nosotros para hacernos capaces de amar. Esa esencia permanente es Cristo mismo, vivo y vivificante en el pan que se ofrece para la vida del mundo. En él queda abolida toda dialéctica reductiva y toda contraposición empobrecedora. Así nos daremos cuenta de que las acciones caritativas de la Iglesia no son un activismo externo que justifica su lugar en la sociedad, como tampoco nuestros trabajos, nuestro apostolado y nuestro rol en la familia, sino que brotan del centro vital de la Eucaristía, que impulsa y expande el amor de Dios desde los corazones humanos de quienes le acogen y se dejan transformar por su presencia.
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