Religión
Horizonte mayor
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina para este VI domingo de Pascua
Nuestra vocación original al amor no se trata de que tengamos que amar hacia afuera como una imposición. Hemos sido creados por un amor que nos antecede y, en consecuencia, también para amar. Solo cuando recibimos el amor de Dios con un corazón dispuesto. experimentamos nuestra verdadera libertad y nuestra máxima realización, y así podemos transmitir a otros el auténtico amor, ese que corre límpidamente desde su fuente hacia un cauce cada vez mayor. De esto nos habla el evangelio de hoy:
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis”.» (Juan 14, 23-29).
Cuando amamos a Dios con sinceridad, meditando y poniendo en práctica su Palabra, experimentamos esa presencia suya que nos acompaña, sostiene e impulsa siempre más allá de nosotros mismos. Su Espíritu viene a morar en nosotros, de tal manera que ya no obramos por nuestras propias fuerzas y consideraciones, siempre tan limitadas, sino abiertos al horizonte siempre mayor, que es la eternidad ya manifiesta aquí. ¡Y pensar que tantas veces dejamos perder esta maravilla! Porque las palabras de Cristo son la orientación justa y la verdad de todas las cosas. Cuando atendemos a ellas, nuestra vida se desarrolla en armonía; nuestras obras se hacen fecundas y permanecen. Pero también podemos limitar su acción por el miedo que frena, el egoísmo que encierra o la desconfianza que erosiona el amor. ¿Qué hacer entonces para no caer en estas trampas? Lo fundamental es mantener una continua actitud de conversión, que no se trata simplemente de escoger lo bueno en vez de lo malo, sino en avanzar de lo que ya es bueno hacia lo mejor. En este camino, vamos contando con la asistencia del mismo Dios, de su Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra desde la renovación interior de cada persona que se hace así canal de la Providencia, presencia palpable de Dios que actúa en el mundo.
Jesús nos dice que el Espíritu Santo nos va a ir guiando hasta la verdad completa. Esto significa que la vida espiritual es un camino que se recorre paso a paso. La fe supone la continua novedad de un proceso que abarca toda la existencia. No podemos pretender que ya lo sabemos todo sobre Dios, ni tampoco desanimarnos por no conocerlo aun completamente. Una actitud realista y confiada hace reconocer que Él ya ha empezado a mostrarse a nosotros, pero este horizonte se hace siempre mayor. Lo importante es no detenernos.
Si algo te detiene, no es Dios.
Por eso, avanza siempre.
En la creación todo avanza, circula, se transforma.
Solo la muerte detiene todo.
Si nos detenemos, firmamos nuestra sentencia de muerte. Muerte a cuentagotas.
Agua que se detiene, se estanca. Agua estancada, muerte anunciada.
Porque hay tantos modos de estancarse, de morir. Paradoja del estancado que muere arrastrado por las corrientes de la muerte.
Se estanca el que se aferra al “siempre he sido así”, y no se aventura al siempre más. Muerte del que se negó a vivir.
Se estanca el que fija un rumbo tan estricto a su nave que pierde el gusto por navegar. Muerte por bitácora.
Se estanca el que no sueña por miedo a perder la razón. Muerte del insomne.
Se estanca el que no es creativo por aferrarse a la seguridad de lo lógico. Muerte por silogismo.
Se estanca el que se gloría de ser lo que cree ser. Muerte por momificación prematura.
Se estanca el que lleva una vida tan cómoda que en su final solo pide una muerte digna. Deshonrosa muerte.
Muere el que no descubre a los demás como un tesoro. Muerte autosuficiente.
Se estanca quien espera que todos actúen según sus reglas, incluso si muy justas. Amor de funcionario: papeles en regla, asunto resuelto. Muerte sellada.
Se estanca el que juzga, el que usa al otro para sus propios fines, el que espera el rédito por lo que da, el incapaz de perdonar.
Se detiene y muere solo.
Y si algo te detiene, no es Dios.
Se detiene el que se amolda a una imagen de Él o que amolda a Dios a sí mismo. Autoinmolación a un ídolo.
Se estanca el que no reconoce en cada encuentro con el otro una visita del cielo, y no ofrece posada al hijo de Dios que podía nacer en su casa. Muerte del pagano.
Se estanca el que no reconoce el paso de Dios en la propia historia y no responde con decisión y optimismo a lo nuevo.
Alma que no crece, muerte pusilánime.
Se estanca el que no siente el soplo de la inspiración. Muerte por asfixia existencial.
Se estanca el que no escucha el golpeteo de Dios a su puerta en cada latido del corazón. Muerte de microcardia.
Se estanca el que solo repite normas y fórmulas de fe sin descubrirlas como oportunidades nuevas, imprevisibles y desafiantes. Muerte del analfabeta espiritual.
Queda claro, si algo te detiene, no es Dios. Es idolatría, que es la muerte del alma.
Porque hay tantas formas de detenerse, de morir.
Tú no te detengas. Eres de Dios.
Debes crecer hasta llegar a Él mismo. Creced y sed fecundos es el mandamiento creatural.
Vívelo. Crece y multiplícate.
No entierres el talento de ti mismo. Sé quien eres, novedad incesante.
Supérate en cada paso de esta vida. Aspira siempre a más.
Y vive como hijo de Dios.
Pasa por este mundo dejando huella. Y la dejas solo si avanzas abriendo camino.
No temas nada. El destino en esta tierra está asegurado: la cruz. Si eres capaz de llevarla, no te importará cómo.
Avanzarás.
Y de tu corazón traspasado brotará vida fecunda. De tu último aliento, el Espíritu.
Y a uno que ha vivido así la muerte no lo puede eliminar. Vencerá la vida. La verdadera.
Entonces, correrás.
Con todos los que avanzan contigo.
En libertad.
En el movimiento incesante de ser cada vez más tú mismo y más nuevo con los otros y con Dios.
Dios que nunca se detiene.
Dios que siempre es más porque es libertad.
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