Religión

Determinación

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

Cristo amarrado a la cruz, de El Greco
Cristo amarrado a la cruz, de El GrecoLa Razón

Lectio divina de este domingo XIII del tiempo ordinario

Después del anuncio renovador, los milagros y la Transfiguración, Jesús comprende que llega la hora de consumar su obra de redención pagando el más alto precio. Por tanto, los que le siguen están llamados a asumir las implicaciones de su llamada y su misión. Así lo expresa el evangelio de hoy:

«Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: “Te seguiré adondequiera que vayas”. Jesús le respondió: “Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. A otro le dijo: “Sígueme”. Él respondió: “Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dijo: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa”. Jesús le contestó: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios”». (Lucas 9, 51-62).

Cristo sabe que debe llevar su amor al Padre y a los hombres hasta el extremo de la cruz. Por eso toma la firme decisión -«endureció el rostro», dice literalmente el evangelio- de subir a Jerusalén, donde sabe que va a ser ajusticiado. La amenaza no le detiene en su ascensión a la ciudad que mata a los enviados de Dios. Él actúa así porque es el amor divino en persona, libre y decidido, valiente y tenaz, compasivo y exigente. Lo vemos en cómo deja claro el precio de su seguimiento al que dice que irá detrás de él sin reservas: «El hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». También en su radicalidad con los que anteponen los afectos humanos al amor y servicio a Dios: «Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve y anuncia el evangelio», «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno del reino de Dios». Porque quien quiera seguir a Cristo debe negarse a sí mismo; el que quiera ganar la vida, ofrecerla. Nuestro antipático egoísmo está llamado a ofrecerse en la hoguera del amor de Dios. Esto exige ir en contra de la corriente de los que solo se buscan a sí mismos, el propio gusto o la propia conveniencia. Porque en Cristo no hay división entre amor y verdad, misericordia y justicia, gracia y exigencia, mística y ascética. ¿También es así en ti cómo cristiano?

¡Qué distinto este evangelio a la mentalidad corriente en nuestro tiempo, que procura el mínimo esfuerzo y la falta de compromiso! Continuamente se nos induce a dejarnos llevar por lo fácil, sin establecer metas trascendentes para nuestra vida. No es casual que por eso hoy proliferen espiritualidades incompletas que nos presentan un Cristo demasiado dulzón, blando y que justifica todo. ¿Pero este puede ser el Salvador que nació bajo la persecución de Herodes y sufrió el exilio; el que con su sola fuerza sacudió el sistema del templo, volteó mesas de cambistas y liberó a los animales de los sacrificios; el que con un grito calmó la tempestad, y con otro levantó a Lázaro de la tumba?; ¿El que finalmente plantó cara al Sumo Sacerdote y a Pilato sin temer las consecuencias? ¿Un Redentor acomodaticio y melifluo hubiera pagado nuestro rescate con su propia sangre derramada en la cruz? Tomemos conciencia de que también en nosotros puede estar entrando mucho de ese cristianismo incompleto y hasta distorsionado, y démonos cuenta de que nuestra mentalidad debe cambiar en mucho; es decir, debemos convertirnos.

No basta solo la buena intención o la emoción de un momento para seguir a Jesús. Es necesaria su llamada y un profundo despojamiento de uno mismo. Para vivir el Evangelio de hoy tenemos que redescubrir el misterio de nuestra vocación de cristianos, junto con su exigencia de tomar una “determinada determinación”. Así lo dijo santa Teresa de Jesús, para referirse a cómo deben ser los amigos fuertes de Dios, que le aman en tiempos recios cueste lo que cueste. Solo desde esta libertad radical damos una respuesta coherente, y así cada cosa en nuestra vida gana su verdadero sentido.