Religión
Enviados hacia todos
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina de este domingo XIV del tiempo ordinario
Las lecturas de hoy tienen un marco y un centro, que han de ser también los de nuestra vida. El marco es la alegría, a la cual nos invita Dios de modo imperativo en la primera lectura: “Alegraos con Jerusalén”. Nos alegramos con la ciudad santa, adonde Cristo se ha encaminado, porque allí acontecerá el derroche del amor divino en su cruz y resurrección. Justamente esta pascua de Cristo aparece como el centro latente de la palabra de hoy, como deja claro san Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. La Pasión, muerte y resurrección de Cristo son la revelación y el medio definitivo del amor divino, que vence el pecado y el mal en el mundo mediante la irrupción y victoria de la Vida sobre la muerte, de la misericordia sobre la condena y de la gracia sobre la desesperanza. En este horizonte también aparece el tema del apostolado y la misión cristiana. Leamos y meditemos:
«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El reino de Dios ha llegado a vosotros’. Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado’.
Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad”. Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les dijo: “Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”» (Lucas 10,1-12.17-20)
Cristo, que quiere llegar a todos, escoge y envía a setenta y dos, número bíblico que designaba las naciones de la tierra, y les da instrucciones claras: no apoyar su cometido más que en la fuerza divina, desdeñando apoyos transitorios y endebles. Su única fuerza ha de ser la vocación y la gracia recibidas. Como ellos, también nosotros hemos de tomar conciencia de que el centro y fuerza desbordante de nuestra fe es su pascua, que celebramos y anunciamos como los discípulos que hoy están enviados a todos los rincones de la tierra. Y este testimonio no está fundado meramente en una instrucción externa, como la que podía dar cualquier maestro, sino que penetra todo el ser del discípulo, abarcando desde lo más interno hasta lo exterior de cada uno. Porque el Espíritu Santo escribe e inscribe la palabra divina en el corazón de sus fieles en un movimiento expansivo y renovador.
Cristo quería y quiere llegar a todos los pueblos y personas, como expresa el número bíblico los setenta y dos. Su salvación tiene que ser ofrecida a la humanidad entera. Pero Dios no quiere hacer esto solo, aunque pudiera. Prefiere contar con los seres humanos, limitados y falibles, por quienes justamente ha venido en Cristo. Y esta es la Iglesia, la comunidad universal de los pecadores amados, perdonados y enviados por el Salvador para llevar su cruz y su luz al mundo entero. Se trata del pueblo que ha recibido la confianza de Cristo, quien la hace ir por delante renovándose, anunciando, adorándole y sirviendo a todos. Ella no ha de ceder en la fidelidad exclusiva a su Señor, sin pretender agradar los gustos siempre cambiantes de los que encuentra. En definitiva, el evangelio de hoy nos revela el misterio de una mutua confianza entre Dios y el ser humano. Él nos confía hacer concreta y creíble su palabra y la misma presencia de su Hijo entre nosotros, a la vez que nosotros hemos de responder con la confianza de quien espera todo de Él, sin reparar en cálculos ni complacencias transitorias. Nuestra fecundidad será mayor en
tanto menos nos comprometamos con lo caduco y mudable. Nuestro servicio al mundo será más propicio en cuanto más lo trascendamos y preparemos en medio de él caminos para que se manifieste lo que proviene solo del Señor.
Hay quien está tan apegado a las cosas materiales, que no puede ver más allá. Con la mirada tan fija en los bienes de la tierra se niega a percibir los del cielo. Cristo, que abrió los ojos a los ciegos y los oídos a los sordos, despierta nuestros sentidos espirituales para percibir y dar testimonio de su acción aquí y ahora. No puedo quedar apegado a lo pasajero, atontado tratando de aferrar lo que se acaba y poco ayuda a crecer. Estoy llamado a vivir la sencillez del que confía y la seguridad de quien se sabe amado más allá de toda prueba. Para ello cambio mi mentalidad: Antes de tomar una decisión, buscaré la oración. Antes de hablar, conocer a Dios para así transmitirle. Antes de cualquier compromiso humano, vuelvo a afirmar mis compromisos de fe. Espero así no perder de vista la meta de mi alegría: que nuestros nombres están inscritos por siempre en el cielo.
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