Religión

Esas manos que nos levantan

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

La parábola del buen samaritano en el cristianismo es la enseñanza de la compasión
La parábola del buen samaritano en el cristianismo es la enseñanza de la compasiónLa Raz

Lectio divina de este XV domingo del tiempo ordinario

Sin saber cómo ni por qué, mientras recorremos el camino de la vida, podemos caer en fatalidad. Son las veces en que todo parece abatirse contra nosotros, casi molernos a palos y dejarnos malheridos al borde de la calzada. No podemos levantarnos por nosotros mismos, nos fallan las fuerzas físicas y espirituales. Elevamos una súplica al cielo y, entonces, nos viene la respuesta como una mano que se coloca sobre nosotros, palpa nuestra necesidad y nos carga consigo. No es, como hubiéramos imaginado, una mano celestial, sino muy humana. Son las manos y brazos de uno que se ha hecho cercano a nosotros y ha tomado sobre sí nuestra propia indigencia. ¿Quién hubiese dicho que se iba a tratar de un samaritano?

La parábola del Buen Samaritano, que leemos en el evangelio de hoy, nos revela de qué se trata ser prójimos. Muchas veces, quizá, ya hemos leído este texto, y la mayor parte de ellas nuestra atención se ha dirigido hacia este extranjero que practicó la caridad de modo tan concreto con el necesitado. Tratamos de dejarnos interpelar por su actitud, y aprender de él. Todo eso está bien, y es más que necesario, porque este hombre bueno es una imagen del mismo Cristo. Él es Dios, que sale al encuentro de nuestra necesidad en los caminos de la historia, se despoja de cualquier grandeza para agacharse hasta la tierra donde nos arrastramos, nos cura con el aceite del Bautismo y el vino de la Eucaristía, y así nos levanta (palabra que en el griego de la Biblia expresa también la resurrección); finalmente nos introduce en la posada, imagen de la Iglesia, para que seamos cuidados y sostenidos allí hasta que él vuelva.

Pero a la vez que esta parábola nos hace contemplar a Cristo que desciende para asistirnos y darnos la vida, es también necesario que descubramos que cada uno de nosotros es ese hombre molido por los palos de la vida al borde del camino, que recibe el amor concreto y vivificante del Salvador. Si no nos percatamos de esto, será poco lo que habremos entendido hasta ahora sobre nuestra propia fe. Porque nos puede decir poco que Cristo sea redentor, si no hemos experimentado el alivio de su perdón, mayor que el peso aplastante de los pecados propios y los de toda la humanidad. Puede importarnos poco lo que él ha enseñado si creemos que ya lo sabemos todo y vamos tras una libertad que da la espalda a Dios. Su verdad nos suena irrelevante cuando consideramos válida cualquier afirmación o negación. Su gracia nos parece irrelevante si creemos que podemos lograr todo por nuestras propias fuerzas.

¡Cuánta falta nos hace, por tanto, volver hoy sobre las líneas de la parábola y vernos a nosotros mismos representados por ese necesitado al borde del camino! Necesitamos reconocer, valorar y agradecer todas esas manos, esas voces, esos medios humanos a través de los cuales Dios ha hecho llegar su ayuda hasta nosotros, poniéndonos en pie, llenándonos de vida y dándonos tantos motivos para creer. Especialmente necesitamos redescubrir el bálsamo sanador de la gracia que nos dio en nuestro bautismo, cuando fuimos ungidos con el óleo de la alegría y la dignidad de los hijos de Dios. Nos hace falta gustar el alimento de su Cuerpo y de su Sangre que cicatrizan nuestras heridas más profundas y nos dan la fuerza para retomar el camino de la vida. ¿Quiénes han sido esos buenos samaritanos que me han dado la fuerza para vivir? ¿Cuáles han sido esas mediaciones humanas de las que Dios se ha valido para sacarme de mis peores momentos y oscuridades? Contemplemos agradecidos los rostros de esas personas que nos han mostrado el amor como la necesidad más honda, primera y última, que tenemos para levantarnos de la miseria y retomar con dignidad el camino de la vida. Que esta contemplación de nuestras propias heridas, sanadas por el amor divino desde las manos de los hombres, nos comprometa a ser también nosotros medios de sanación y reconciliación que nunca pasen de largo ante las necesidades de los demás.