Religion

Pasar la Verdadera fuerza

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Verdadera fuerza
Verdadera fuerzaLa Razón

Lectio divina para este domingo XXII del tiempo ordinario

Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):

Las multitudes siguen a Jesús. Sin embargo, él no ha venido para ser un mesías de masas que le aplaudan y reciban de él sin corresponder con coherencia. Por eso les advierte que para ser sus discípulos tienen que cargar con su cruz, que significa desapegarse incluso de lo más querido para poner a Dios en primer lugar. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: “Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no pudo acabar’. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”». (Lucas, 14, 25-33).

Seguir a Jesús implica echar los cálculos de nuestros recursos para amarle como adecuadamente, pues no podemos comenzar a construir una torre sin tener con qué terminarla, ni tampoco salir al paso de un ejército que sobrepase nuestras capacidades. Efectivamente, construir y luchar son parte de nuestro amor a Dios. Edificar una torre nos habla de apuntar hacia lo alto, pertrecharnos de defensas y hacernos capaces de ver más allá, tanto para esperar las buenas nuevas como para prevenir los

peligros. Por otra parte, salir al paso de ejércitos recalca que la fe es continuo combate contra las fuerzas que se oponen al amor, que son el pecado, el egoísmo, el miedo y la mentira. Cristo mismo fue el primero en edificar la torre de la comunidad evangélica y en salir al paso de esas dominaciones que pujan por someter a la humanidad. Él se ofrece en la cruz como la víctima de salvación. Su oblación como cordero inocente vence la soberbia del mundo, sus injusticias y violencias. Porque la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad. Lo que para el mundo parece locura, para Él es sabiduría (ver: 2Cor 1). Por eso hoy debemos profundizar en la libertad que nos ha ganado el Salvador, que por amor se ha hecho el último y así nos ha hecho hijos de Dios, capaces de amarle y seguirle con todo lo que somos. ¿Cuántas veces, por esa secreta soberbia que se nos cuela dentro, pensamos que todo depende de nosotros, y con ello perdemos la paz y el sentido de cómo construir una obra de Dios? Como respuesta, volvamos hoy a ofrecerle con humildad todo lo que Él mismo pone en nuestras manos, para así hacer cada cosa según su voluntad.

Hemos sido llamados a vivir el misterio de amor y vida plena que Cristo nos ha ganado. Por eso hemos de construir y luchar con sabiduría y determinación. En primer lugar, procuremos edificar lo que respecta a la específica vocación de cada uno, que expresa quiénes somos ante Dios. Hemos de limpiar los escombros que se acumulan en toda construcción, prescindiendo de lo superfluo y sabiendo aprovechar lo que ayuda a realizar nuestra llamada. También debemos discernir cuánto y cómo estamos amando a las personas que Él pone en nuestras vidas: familia, compañeros de trabajo, hermanos de fe y aquellos a quienes se dirige nuestro apostolado. Por ellos vale la pena luchar con un impulso nuevo, poniéndonos como Cristo al servicio de todos, guiando como pastor bueno a quien nos toca conducir, a la vez que nos dejamos enseñar por él mismo. Por todo esto, tratemos ahora de discernir delante de Dios qué necesitamos mejorar de nosotros mismos y hasta dónde debe llegar lo que hacemos por los demás. Valoremos el bien que nos ofrecen quienes Dios pone en nuestro camino, comenzando por aquellos que nos puedan resultar más incómodos o difíciles de entender.

En la Eucaristía tenemos la providencial oportunidad de entrar en el sacrificio de Cristo, donde toda tiniebla es transformada en luz, el pecado es superado por la gracia y la muerte es vencida por la vida. Allí se sella nuestra comunión con Dios y con los hermanos por medio del Espíritu Santo y por el Cuerpo de Cristo que podemos recibir.

Valoremos cada vez más la misa dominical, donde hallamos la verdadera fuerza para edificar la torre de nuestra propia vida y combatir todo lo que amenaza con apartarnos de la unión con Dios que es, en definitiva, la plenitud de nuestro propio ser.

Oremos con el Salmo de este domingo (89):

«Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo,

diciendo: “Retornad, hijos de Adán”.

Mil años en tu presencia son un ayer que pasó;

una vela nocturna.

Si retiras tu aliento,

vuelven al polvo;

como hierba que se renueva

que florece y se renueva por la mañana,

y por la tarde la siegan y se seca.

Enséñanos a calcular nuestros años,

para que adquiramos un corazón sensato.

Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?

Ten compasión de tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia,

y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Baje a nosotros la bondad del Señor

y haga prósperas las obras de nuestras manos.

Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos.