Religion

La Palabra del domingo: sobre todas las cosas.

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Interior de la catedral de la Sagrada Familia
Interior de la catedral de la Sagrada FamiliaDavid ZorrakinoEuropa Press

Domingo XXXIII del tiempo ordinario

Cuando vemos nuestro contexto asediado por amenazas, cuando comprobamos que en esta vida todo pasa y es muy poco lo que nos da la verdadera paz, tenemos que hacer una elección de lo que más vale: Dios. Él es la presencia que nadie nos puede arrancar, la fuerza de vida que vence toda destrucción y todo mal. Él es la roca firme en quien podemos asentar con confianza nuestra existencia. ¿O pensamos que el primer Mandamiento ocupa ese lugar por casualidad? Sobre esto nos habla el evangelio de hoy, con un tono perentorio y estremecedor. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?”. Él contesto: “Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: ‘Yo soy’, o bien: ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida”. Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.» (Lucas 21, 5-19).

Estas palabras nos hacen meditar sobre la hondura del primer mandamiento: «Amar a Dios sobre todas las cosas». Porque cuando le ponemos a Él por encima de todo, también nos hacemos capaces de reconocerlo allí donde está, firme y cercano, de modo que no nos inquietan las voces o noticias atemorizantes. Perdemos el miedo ante la adversidad y el amedrentamiento. Cristo se nos muestra intercediendo por nosotros ante el Padre y, a la vez, cercano en su presencia interior, que manifestamos en el amor entre hermanos y en el perdón que extendemos hacia todos. Él se mantiene en nosotros como la luz de la esperanza que nos hace ver más allá de la turbación y el dolor. Efectivamente, no resulta casual que en una sociedad como la nuestra, que parece estar olvidando cada vez más a Dios, paralelamente nos encontremos con las cifras más altas de trastornos psíquicos y emocionales que se hayan registrado en la historia. Esto ocurre porque existe una relación directamente proporcional entre una sociedad en la que se pone como prioridad a Dios y la estabilidad de las personas que componen ese grupo humano. Por eso hoy es necesario que nos interroguemos si estamos amando a Cristo sobre todas las cosas y norma de nuestra vida o solo nos limitamos a tener a Dios como accesorio.

El fruto de amar a Dios sobre todo y sobre todos es que nos reconocemos como hijos suyos. Experimentamos esa gracia que vence toda oscuridad y que nos ofrece lucidez y fortaleza. ¿La percibes? Pues busca dentro de ti, examina tus motivaciones más profundas y dirige tus fuerzas hacia lo que Él te indica. Porque en un mundo donde toda seguridad es insuficiente, nos hace falta volver una y otra vez hacia Aquel que nunca pasa. Necesitamos percibir esa voz que desde la eternidad se mantiene proclamando nuestra dignidad sobrenatural: «Tú eres mi hijo amado. En ti me complazco». Tengamos la valentía y lucidez de entrar en comunión con esta verdad y vivir en consecuencia.

Todo lo que estamos diciendo aquí queda magistralmente expresado a modo de confesión orante por el rey David en el salmo 27 (26). Ahí este hombre de Dios, que bastante conoció de persecuciones y amenazas, pero que mantuvo su amor apasionado hacia Él, más allá de todas las adversidades e incluso de sus propias miserias, da testimonio de lo distinto que es asumir las pruebas de la vida desde el amor al que todo lo puede. Hagamos también nuestra esta oración:

El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?

Cuando me asaltan los malvados

para devorar mi carne,

ellos, enemigos y adversarios,

tropiezan y caen.

Si un ejército acampa contra mí,

mi corazón no tiembla;

si me declaran la guerra,

me siento tranquilo.

Una cosa pido al Señor,

eso buscaré:

habitar en la casa del Señor

por los días de mi vida;

gozar de la dulzura del Señor,

contemplando su templo.

Él me protegerá en su tienda

el día del peligro;

me esconderá en lo escondido de su morada,

me alzará sobre la roca.

Escúchame, Señor, que te llamo;

ten piedad, respóndeme.

Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».

Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,

que tú eres mi auxilio; no me deseches,

no me abandones, Dios de mi salvación.

Espero gozar de la dicha del Señor

en el país de la vida.

Espera en el Señor, sé valiente,

ten ánimo, espera en el Señor.