Benedicto XVI
Una frágil salud de hierro
Padeció una difteria casi mortal cuando era un niño, le diagnosticaron una lesión cardíaca y sufrió dos derrames cerebrales
Cuando el 11 de febrero de 2013 el Papa Benedicto XVI anunciaba en latín que «tras haber examinado repetidamente mi conciencia ante Dios, he llegado a la certeza de que mis fuerzas, dada mi avanzada edad, ya no se corresponden con las de un adecuado ejercicio del ministerio petrino», ofrecía la clave fundamental de su renuncia.
De esta forma comenzaba a hablar de un debilitamiento con el que tomaba distancia con el final del pontificado de Juan Pablo II, que ejerció la consumación de su ministerio con una existencia marcada por el sufrimiento encarnado. En este sentido, de las pocas veces que las cámaras de televisión han entrado al monasterio Mater Ecclesiae en el que Joseph Ratzinger ha vivido desde su renuncia, dan buena cuenta de cómo este debilitamiento ha ido poco a poco apagando la frágil salud de hierro de Benedicto XVI.
La fórmula de la falta de fuerzas no busca enmascarar ninguna grave enfermedad concreta que hubiera producido como consecuencia directa la dimisión papal. En el historial médico del teólogo alemán hay una difteria casi mortal que padeció cuando era un niño de pocos años y de la que Ratzinger siempre atribuyó la curación a su Ángel Custodio y a la papilla de avena de sor Adelma, su madrina de bautismo. En su biografía Peter Seewald subraya la preocupación de sus padres porque, a pesar de haber nacido algo después de la fecha prevista, «fue un niño no solo especialmente delicado, sino también especialmente débil». Durante la infancia, los médicos también le diagnosticarán una lesión cardiaca que preocupó mucho a su madre.
Primer derrame cerebral
Más adelante, se puede decir que tuvo una pequeña herida de guerra en una mano. Entonces una septicemia casi hace que un médico le ampute el dedo pulgar, algo que finalmente no fue necesario debido a su estupenda recuperación. En 1991, siendo ya prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tuvo su primer derrame cerebral, un ictus hemorrágico que le sobrevino con 64 años y del que se recuperaría a pesar de haber tenido una serie de secuelas leves que le quedarían en su cara.
Entonces estuvo hospitalizado diez días en la Clínica Pío XI de Roma. Curiosamente Benedicto XVI, a diferencia de su predecesor y su sucesor, no estuvo nunca como paciente en el famoso hospital policlínico Agostino Gemelli, al que acudió a visitar a su hermano Georg cuando estuvo allí hospitalizado o a inaugurar el curso 2005-2006 de la Universidad Católica Sacro Cuore a la que pertenece el sanatorio.
La siguiente hospitalización sería durante el verano de 1992 cuando sufrió una caída en el cuarto de baño, entonces tuvieron que darle unos puntos de sutura en la cabeza, en la que se había dado un golpe, y le tuvieron unos días en observación en una localidad de los Alpes italianos.
Poco antes del cónclave de 2005 también sufriría un segundo ictus, lo que hizo que los médicos vigilasen mucho la posibilidad de que pudiese sufrir un tercer derrame durante su Pontificado, condicionando su agenda y sus viajes. De hecho, veteranos vaticanistas veían en el horizonte el viaje a Brasil para la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro en el verano de 2013 como un escenario de riesgo.
Fractura en la mano derecha
Su historial, hasta el momento de su renuncia, se completa con un tropiezo durante la misa de Pentecostés de 2008 cuando un traspiés en la basílica de San Pedro provocó que se golpeara la rodilla y una nueva caída fortuita en julio de 2009 cuando estaba pasando sus vacaciones en un chalet de los salesianos en el Valle de Aosta, al norte de Italia. En aquel entonces, el Pontífice tuvo que ser trasladado al hospital Umberto Parini de Aosta, para reducirle la fractura que se le produjo en su mano derecha. Una intervención con anestesia local y de la que el Papa se recuperó en un plazo razonable y sin ningún tipo de complicación.
De hecho, tranquilizó ver al Pontífice entrando y saliendo sin necesidad de ayuda caminando de la clínica. Al ocurrir los principales incidentes durante el periodo vacacional, Benedicto XVI puede presumir de no haber suspendido audiencias o celebraciones importantes por un ingreso hospitalario, una gripe o una simple subida de fiebre. Este elemento consolidó la expresión de que tenía «una frágil salud de hierro». Todo esto a pesar de que en algunas de sus escasas declaraciones personales siempre ha dicho que no le gusta hacer deporte y que la única afición asimilable a cierta actitud atlética fuera el hecho de que le gustaba pasear sin prisa y de que siempre que podía evitaba el ascensor y subía las escaleras a pie.
Y es que la falta de fuerzas físicas durante su Pontificado apenas se deja entrever hasta que, en octubre de 2011, con 84 años, comenzó a utilizar de forma puntual una plataforma especialmente diseñada para que pueda recorrer con mayor facilidad toda la nave central de la basílica de San Pedro en las grandes celebraciones que preside allí. Un año antes, el Domingo de Ramos, había completado la procesión con las palmas desde el obelisco hasta el atrio de la basílica en la Plaza de San Pedro en el papamóvil. Las dificultades en el movimiento serán una constante que se mantendrá continuamente e irá evolucionando hasta el último de sus días.
Deterioro en la movilidad
Y es que han sido muchos turistas que desde la cúpula de la basílica de San Pedro han visto al Pontífice emérito ayudado con un andador disfrutando de los jardines vaticanos. Antes, ya había comenzado a utilizar un bastón. De hecho, en público utilizó este apoyo por primera vez antes de partir el 23 de marzo de 2012 a su viaje apostólico a México y Cuba. Desde su retirada el deterioro en su movilidad le llevó a la silla de ruedas, como se vio de forma más evidente durante su viaje privado a Alemania entre el 18 y el 22 de junio de 2020 para visitar a su hermano mayor, Georg Ratzinger, que moriría pocos días después.
«El papa Benedicto está débil físicamente, pero la mente funciona muy bien», señalaba siempre el arzobispo alemán Georg Gänswein, fiel secretario hasta el final de sus días cada vez que le van preguntado por ello. Las pocas imágenes que han ido trascendiendo han dado cuenta también de que, a su vuelta del viaje familiar a Alemania, sufrió una erisipela en la cara, provocándole unas manchas rojas pero que fueron desapareciendo a medida que pasó la infección.
Poco antes, un documental de la televisión pública bávara reveló el deterioro físico del pontífice emérito al dejar a la vista la necesidad de usar un audífono, la fragilidad de su voz en ocasiones casi imperceptible y confesar que las rodillas ya «no le obedecen». A esto hay que sumar cuestiones más congénitas como su hipertensión, que obligó a que le pusieran un marcapasos antes de llegar a la cátedra de san Pedro y a tomar aspirina a diario para prevenir un posible infarto –como el que produjo la muerte de su padre o su hermana–, o el deterioro por la artrosis que afecta a su cadera. Este cuadro sanitario es el que ha provocado que su luz se fuera agotando discretamente.
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