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El último prejuicio aceptable

La Razón
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Hace unos días, la Audiencia Provincial de Madrid confirmaba la inadmisión de una querella criminal que se había presentado contra la CNT por razón de ciertas campañas mediáticas contra la visita del Papa con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud. Me temo que la juez ponente de la sentencia, sin duda con la mejor de las intenciones, ha confundido lo que es proteger la libertad de expresión con la indiferencia del sistema jurídico hacia actuaciones que pueden ser constitutivas de delito aunque no haya daños materiales.

Quien esto escribe tiene bien claro que la libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia, y que ha de tutelarse incluso la manifestación de opiniones que «ofenden, molestan y escandalizan», como ha dicho el Tribunal de Estrasburgo. El ordenamiento jurídico no está para proteger el buen gusto sino el derecho a exponer libremente el propio pensamiento, por estúpido que parezca a muchos, incluso cuando lo parece a casi todos. Sin embargo, la libertad de expresión no es absoluta, y está sujeta a límites que se derivan de la protección de otros bienes jurídicos.

No acierta la Audiencia en desestimar por completo el recurso. Parte de sus afirmaciones son correctas, pero creo que se equivoca en dos cuestiones. Una se refiere al artículo 525 del Código Penal. Quien conozca la actuación de la CNT con ocasión de la visita del Papa difícilmente puede negar que su actividad tenía por objeto «ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa», o que los mensajes difundidos constituían «escarnio de dogmas o creencias» católicos. Aun así, no es éste el aspecto que me parece más criticable, pues muchos dudamos de la conveniencia de que exista ese artículo del Código Penal, y de hecho la tendencia en Occidente es a eliminar el delito de escarnio a la religión.

Más grave me resulta la referencia al artículo 510 del Código Penal, que regula el delito de incitación al odio, discriminación o violencia por motivos racistas, religiosos, de sexo u orientación sexual, etc. Dice la resolución que ese delito no va encaminado tanto a proteger a los grupos o asociaciones en sí mismas –en este caso la Iglesia Católica– como a las personas que los integran. No se me alcanza muy bien cómo puede operar esa distinción en la práctica.

Recordemos algunas imágenes usadas en la campaña de CNT que la propia sentencia cita: la imagen de un obispo ahorcado, una iglesia ardiendo o la frase «totus muertos». Comparémoslas con expresiones equivalentes referidas a judíos, mujeres o personas de orientación homosexual. ¿Habríamos de entender que no se incita al odio, violencia o discriminación cuando la provocación se dirige contra el judaísmo, o bien el sexo femenino o la homosexualidad en general, en lugar de contra judíos, mujeres u homosexuales concretos? ¿Permitiríamos carteles en los que se mostrase una mujer ahorcada o la frase «totus muertos» referida al movimiento gay? No es eso lo que los tribunales entendieron cuando, con toda razón, condenaron por ese mismo artículo al imán que aconsejaba en un libro cómo debía efectuarse el castigo físico a las mujeres «para corregirlas» y sin dejar huella en su cuerpo.

Lo que me preocupa no es tanto la efectividad, hoy, de la incitación al odio a los católicos –que suele ser anecdótica– como la indiferencia del derecho hacia lo que un sociólogo italiano definía como «el último prejuicio aceptable»: el anticatolicismo. En una época en que defendemos la «tolerancia cero» contra el lenguaje de odio o hate speech, admitir una excepción relativa a una religión determinada –aunque sea la mayoritaria– no parece la mejor idea para fomentar la cultura del respeto por las opiniones y el modo de vida de otros.