Crisis migratoria en Europa

Paella valenciana en versión clásica y también halal

La veterana Casa Cuna Santa Isabel tenía ayer todo preparado para acoger a las embarazadas

Hamacas para bebés en la Casa Cuna Santa Isabel de Valencia / Cipriano Pastrano
Hamacas para bebés en la Casa Cuna Santa Isabel de Valencia / Cipriano Pastranolarazon

La veterana Casa Cuna Santa Isabel tenía ayer todo preparado para acoger a las embarazadas.

Tenían la paella valenciana (cómo no) en versión clásica y también halal preparada para la hora de comer pero la llegada de la flotilla «Aquarius» se retrasó más de lo previsto y por la tarde aún no habían llegado las nuevas huéspedes. Las religiosas Siervas de la Pasión tienen desde hace 83 años el centro Casa Cuna Santa Isabel, situado en el barrio de La Fonsanta, a las afueras de Valencia. Aquí han ayudado a lo largo de los años a cientos de mujeres embarazadas en riesgo de exclusión social o mujeres ya con bebés y sin recursos y son uno de los centros escogidos para acoger a las embarazadas que llegaron ayer al Puerto de Valencia en alguna de las embarcaciones: «Dattilo», «Orione» o «Aquarius». Aunque desde la Consejería de Bienestar e Igualdad Social les reservaron siete plazas, ayer les comunicaron que, de momento, serían cinco las que ingresarían la pasada noche. «Nos gusta ayudar a embarazadas, por eso se creó esta casa y por eso estamos encantadas». Eso sí las religiosas se mostraron algo nerviosas porque tenían que aplicar un protocolo que nunca (a excepción de alguna enfermera) habían realizado. «Tenemos aquí mascarillas, batas desechables, guantes y gorro porque tienen que permanecer aisladas las primeras 24 horas al menos y descartar que hayan contraído alguna enfermedad contagiosa», explica la directora, Sonia Díaz, mostrando el cuarto preparado con todo este material para que las religiosas se cambien allí.

El protocolo establece en cuanto lleguen conducirlas a sus habitaciones, darles agua y ofrecerles comida. Precisamente por este motivo de aislamiento establecido por el Gobierno regional («nosotras las atenderíamos sin ninguna barrera, pero nos obligan a hacerlo así», reconoce una de ellas) han tenido que hacer cambios de última hora. Ya tenían preparadas las habitaciones con el resto de mujeres que están en el centro pero al tener que estar separadas, han tenido que acondicionar la segunda planta, «que normalmente es para nuestra Orden». «Fíjate cómo son las cosas que iban a estar ocupadas estas habitaciones porque habíamos organizado unos ejercicios espirituales y al final se cancelaron ¡Todo pasa por algo!», explican entusiasmadas.

«Pero ya hemos desinfectado todo y hemos colocado al final del pasillo unos cubos con ropa de color y blanca porque también hay que lavarlo todo aparte, sin mezclar con la ropa del resto de mujeres, según el protocolo», dice Josiane Desiré, una camerunesa de 42 años y que, a buen seguro, también tendrá que hacer las labores de traductora.

Y es que las inmigrantes que lleguen aquí van a recibir todo tipo de atenciones y cuidados, además de todo el amor que desprenden estas hermanas. «Es un momento clave de sus vidas y necesitan todo nuestro apoyo. Lo que han pasado ha tenido que ser terrible pero ahora están en buenas manos», dicen. Y viendo con qué detalle y mimo tienen todo preparado, nadie lo pone en duda.

Cada habitación tiene baño personal y no le falta un artículo de droguería: desodorante, cepillo y hasta crema hidratante corporal están ya colocadas en los estantes. Encima de la cama, las toallas, y en su armario mantas y sábanas con el número de habitación bordado para que nadie las intercambie cuando pasen por lavandería. Un peluche encima de cada cama pone el toque cariñoso y desenfadado a todo el drama humanitario.

Aquí hay trabajadores sociales (como María García, de 24 años, que sólo lleva una semana en el centro y ya va a vivir este momento histórico), psicólogas y educadoras que tratarán de ayudar en todo lo posible a la integración de estas mujeres en la sociedad si es que consiguen el derecho de asilo. «Intentamos que acaben siendo autónomas. Aquí suelen estar un plazo de seis meses prorrogables otros tres. Máximo un año, aunque a veces se haya alargado ese plazo de forma excepcional», explica Juliana Wanjiru, una keniata de 36 años que ya lleva ocho en España realizando esta labor.

Mientras explicaban la esencia de su labor social, enfocada a evitar la decisión de abortar de muchas mujeres cuando se ven desamparadas, piensan el menú de la cena. «Quizá preparemos ensaladilla rusa y luego albóndigas con tomate y palitos de merluza para las musulmanas». Y es que, aunque ellas sean católicas, siempre han respetado otras creencias religiosas y otras formas de pensar. «Esta casa se creó para ayudar a las mujeres, sean como sean. Muchas piensan en abortar porque se ven desamparadas pero creemos que seguro hay un sitio en el mundo para ese bebé». «Sobre todo lo piensan porque se ven sin recursos y sin apoyo o cariño. Afortunadamente, la mayoría cambian de parecer y en cuanto ven que pueden ganarse la vida por ellas mismas, ven la luz».