Religión

A pleno pulmón por los «cristos abandonados»

Francisco preside el Domingo de Ramos vaticano con una homilía de denuncia social tras su ingreso hospitalario por una bronquitis

Más allá del carraspeo en un tono de voz más grave de lo habitual, el Papa no ha mostrado ni aparentes signos de cansancio o secuelas propias de quien ha pasado tres noches de hospital por una bronquitis. Francisco ha presidido la misa de Domingo de Ramos con la que arrancan todos los actos centrales de la Semana Santa en el Vaticano. No se han vislumbrado en el pontífice de 86 años síntomas de fragilidad, pero sí el rostro contemplativo y de introspección propio de su actitud orante que rompe con la sonrisa que aparcó para los saludos posteriores a los más de 60.000 fieles presentes que abarrotaban la Plaza de San Pedro.

Tal y como estaba previsto, ha estado al frente de la celebración. Desde la bendición de las palmas a los pies del Obelisco –él mismo portaba la que le enviaron desde Elche– hasta el recorrido de despedida desde el papamóvil para saludar a los fieles. Solo ha cedido el servicio de oficiar en el altar al cardenal argentino Leonardo Sandri, vicedecano del colegio cardenalicio. Y no por la infección pulmonar, sino por las limitaciones obligadas por la artritis que sufre en su rodilla derecha.

Lo que sí entonó Jorge María Bergoglio a pleno pulmón fue una homilía en la que no rebajó un ápice su denuncia social, propia de estos diez años de pontificado. Así, instó a los fieles presentes en la eucaristía a cuidar a los «cristos abandonados». Enumeró uno a uno a los «pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte» y a los «pobres que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada».

Descarte con guante blanco

Por supuesto, el pontífice se detuvo en los «emigrantes que ya no son rostros sino números», así como en los «presos rechazados, personas catalogadas como problemas». También incluyó, en entre estos «cristos invisibles» a aquellos que son «descartados con guante blanco» con la indiferencia. Ahí incluyó a los niños no nacidos, ancianos solos, enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes… «Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados», insistió el Papa, que reiteró que «nadie puede ser abandonado a su suerte» en tanto que «las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo». Para el Obispo de Roma, Dios «sigue gritando en ellos».

Como suele ser habitual en Jorge Mario Bergoglio, personalizó hasta tal punto la homilía que no dudó en improvisar unas palabras para referirse a un mendigo de los que murió recientemente «solo y abandonado» en la columnata de San Pedro, al que presentó como una encarnación del Cristo.

Caricia necesaria

A buen seguro que al pontífice que ha llegado a la Plaza De San Pedro tras superar una bronquitis no le ha costado verse reflejado en sus propias palabras, cuando expuso ante la multitud que «el sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos conmueve». «Sufrió en el cuerpo: de las bofetadas a los golpes, de la flagelación a la corona de espinas, hasta llegar al suplicio de la cruz», relató Bergoglio, que también detalló cómo «sufrió en el alma», entre otras cosas, por la traición de Judas, las negaciones de Pedro, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos… «También yo necesito que Jesús me acaricie», llegó a admitir. Más allá de este dolor, Francisco subrayó que «a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre», a pesar de experimentar también el «abandono de Dios».

Echando la vista atrás, Sucesor de Pedro se remitió a la Biblia para ahondar en algunos episodios de «lejanía De Dios» y que se dan también hoy: amores fracasados, negados y traicionados; hijos rechazados y abortados; situaciones de repudio, viudez y orfandad; matrimonios agotados... Ante estas heridas, el Papa reivindicó al Crucificado como aquel que «se hizo solidario con nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas consecuencias» para que nadie se sienta «solo e insalvable», para «no dejarnos rehenes de la desolación».

Para el Papa, «el abismo de nuestra maldad se hunde en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión».