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Psicología

Qué significa que una persona hable diciendo palabrotas, según la psicología

Lejos de ser un signo de mala educación, el uso frecuente de palabrotas puede revelar rasgos de inteligencia verbal, autenticidad emocional y una sorprendente capacidad para aliviar el dolor

Qué significa que una persona hable diciendo palabrotas, según la psicología Freepik

Durante mucho tiempo, soltar una palabrota en público ha sido considerado un gesto de poca clase. En la escuela se castiga, en el trabajo se evita y en los medios se censura. Pero la ciencia lleva años desmontando ese tabú: maldecir no siempre es un signo de agresividad o vulgaridad, sino una forma compleja y, a veces, saludable, de comunicación emocional.

De hecho, varios estudios en psicología y neurociencia coinciden en que las personas que dicen palabrotas con frecuencia no son menos inteligentes ni menos educadas, sino que podrían poseer una mayor fluidez verbal, honestidad y autoconsciencia emocional.

Decir palabrotas como lenguaje emocional y auténtico

Decir una palabrota puede ser, en esencia, una válvula de escape emocional. Cuando una persona se siente frustrada, dolida o sorprendida, recurrir a un taco no siempre es un desahogo descontrolado: puede ser una manera directa y enérgica de expresar una emoción intensa sin recurrir a la violencia.

Según la psicóloga social Emma Byrne, autora del libro Swearing Is Good for You (“Maldecir es bueno para ti”), usar palabras malsonantes aumenta la sinceridad percibida en una conversación y fortalece el vínculo con el interlocutor. “Las palabrotas funcionan como marcadores de confianza: solemos usarlas cuando nos sentimos cómodos o emocionalmente abiertos con la otra persona”, explica Byrne.

Por tanto, cuando alguien se expresa con espontaneidad y sin filtros excesivos, puede estar mostrando una forma de autenticidad emocional. No es que se comunique “mal”, sino que prioriza la honestidad sobre la corrección formal.

Contrario a la creencia popular, decir palabrotas no implica un vocabulario pobre. Un estudio de la Universidad de Marist College (Nueva York) y la Universidad de Massachusetts Amherst, publicado en Language Sciences (2015), demostró que las personas que podían generar más palabras malsonantes en un minuto también obtenían puntuaciones más altas en pruebas de fluidez verbal.

Esto sugiere que quienes usan tacos con frecuencia dominan el lenguaje y lo adaptan al contexto emocional, en lugar de hacerlo por falta de recursos expresivos. En términos psicológicos, existe una conexión entre emoción, cognición y lenguaje: la palabrota se convierte en un “atajo” emocional que da color, énfasis y autenticidad al discurso.

Más allá de lo social o lo cognitivo, decir palabrotas tiene efectos fisiológicos reales. El investigador Richard Stephens, de la Universidad de Keele (Reino Unido), demostró en un famoso experimento de 2009 que gritar una palabrota al experimentar dolor físico aumenta la tolerancia al mismo.

En su estudio, publicado en NeuroReport, los participantes que podían maldecir mientras sumergían la mano en agua helada soportaron el dolor un 30% más de tiempo que quienes se mantenían en silencio. El motivo: maldecir activa la respuesta de lucha o huida del cuerpo, liberando adrenalina y reduciendo la percepción del dolor y que también ayuda a gestionar el estrés y la ansiedad, funcionando como una descarga breve pero eficaz.

¿Cuándo las palabrotas dejan de ser saludables?

Eso sí, no todo uso del lenguaje malsonante es positivo. El contexto y la intención son esenciales. Cuando se emplean con fines agresivos, humillantes o de dominio, las palabrotas pierden su función liberadora y se convierten en una forma de violencia verbal.

Los expertos advierten que un uso excesivo o compulsivo puede reflejar impulsividad no gestionada o dificultades para regular emociones negativas. En esos casos, las palabrotas dejan de ser un recurso expresivo y se transforman en un síntoma de tensión interna o de falta de control.

Lejos de lo que dictan las normas de urbanidad, la psicología sugiere que maldecir puede ser una forma sofisticada de comunicación emocional. Refleja inteligencia lingüística, autenticidad, capacidad de empatía e incluso fortaleza ante el dolor. No se trata de cuántas palabrotas decimos, sino de por qué y cómo las usamos. A veces, una palabra malsonante bien colocada puede expresar más verdad que un discurso perfectamente educado