Día Mundial contra el Sida
«He tardado 32 años en contar que tengo VIH»
Arancha Barreiro, enfermera jubilada, relata su experiencia con una condición que le ha acarreado un estigma doble
El virus del VIH sigue teniendo una doble vida. Para algunos, directamente, no existe, mientras que otros temen tanto el estigma que callan más de cuatro décadas después de que se le pusiera nombre a la enfermedad. Arancha Barreiro (Vitoria, 1969) es de las segundas. Apenas acaba de atreverse a decirlo en voz alta. Ha pasado una vida entera con verdadero terror a que alguien descubriera su secreto: «Yo tardé 32 años en contar que era positiva, imagínate. Tenía dos hijos pequeños que en aquel momento no contaban con las herramientas para defenderse de ataques en el colegio o de situaciones difíciles. Decidí esperar». Esperó a que cumplieran 18 para contárselo solo a ellos y hasta hace apenas un año no se oyó a sí misma decirlo en público.
La historia de esta enfermera prejubilada demuestra que aún es necesario celebrar hoy el Día Mundial de la Lucha Contra el Sida. Según cuenta Arancha a este periódico desde Gijón, a sus propios hijos les sonó como algo lejano cuando se lo reveló. «Les llamó la atención, preguntaron mucho y hablamos mucho. De la medicación, de los riesgos, de los bulos sobre el contagio y de las informaciones erróneas. Cuando lo cuentas a gente que te quiere, sobre todo tienes miedo de que crean que te vas a morir y que lo pasen mal». Ella les quiso dejar claro, sobre todo, que nunca les había puesto en peligro. Que la convivencia no supuso una amenaza para su salud.
También les explicó cómo se había enterado. Fue en 1989 y en presencia del que ahora es su marido, Sergio, por entonces un noviete con el que apenas llevaba un año de relación. «No sabía nada, había muy poca información por entonces. Hacía poco había muerto Rock Hudson pero era aún algo desconocido. Yo empecé a encontrarme mal y no entendía qué me pasaba. Recuerdo que trabajaba en un hotel y no podía con mi alma. Estaba sin energía, sin fuerzas. Pensaba que podía ser gripe o anemia, nunca pasó por mi cabeza que pudiera ser el VIH. Es que no me habría hecho ni la prueba, vamos. Era algo que no podía pasarte a ti».
Un día que llegó al trabajo arrastrando las piernas antes de ponerse a la tarea, acabó en el médico. Le hicieron unos análisis y le derivaron a un especialista sin decirle nada más. Bueno, solo que no mantuviera relaciones sexuales sin protección. Tan alejada tenía la posibilidad de que fuera el virus maldito que empezó a hacerse a la idea de que iba a ser cáncer.
De la mano de ese novio que luego fue marido y padre del pequeño de sus hijos se plantó en la consulta en la que una sanitaria le leyó la retahíla de lo que tenía apenas sin respirar, como si fuera una condena a muerte. «No me dijeron VIH, claro, sino directamente Sida. Y que la esperanza de vida era de cinco años. Tirando por lo alto. Yo tenía un niño de dos años y no había cumplido los 20. Además, en la analítica se vio que estaba en una fase muy avanzada. Había perdido la vista de un ojo por toxoplasmosis. No me había enterado de nada, esa época anterior había vivido una locura de vida», recuerda. La locura a la que se refiere incluía el consumo de drogas, aunque a ella le contagió una pareja que había pasado por la cárcel y que nunca logró rehabilitarse. «Tuve que llamarle por teléfono para decirle que teníamos Sida y su respuesta fue que lo tendría yo, que a ver con quién había estado. Él se dejó morir, no peleó».
Esta reacción de su ex pareja y padre de su hijo mayor habla del doble estigma de seropositiva y mujer, una lacra que aún no nos hemos sacudido del todo por muy modernos que nos creamos. Solo tener que preguntar cómo se produjo el contagio deja un sabor amargo, como si hubiera formas decentes de contraerlo y otras más merecidas. Ella responde: «Siempre el ser mujer y tener un problema en una sociedad que aún es patriarcal como la nuestra supone un estigma doble, sí. A ellos no se les enjuicia como a nosotras, que podemos ser consideradas promiscuas mientras a ellos se les aplauden ciertas conductas». En este sentido, destaca que, como enfermera, conoce a compañeras que han dicho que su contagio se ha producido por una transfusión, por ejemplo, para que no se les tome el número cambiado si admiten que ha sido por mantener sexo sin protección.
Arancha ha tardado décadas, más de tres, en sacudirse el miedo que se le metió en los huesos en aquella consulta médica en 1989. Miedo a morir, a contagiar, a que se enteraran en el colegio de los niños, a que el dentista la juzgara, a que alguien en el trabajo le pidiera unos análisis repentinos, a que en el banco le exigieran un seguro de vida para la hipoteca y se descubriera el secreto. «Desde mi diagnóstico no he salido de la especialidad de Psiquiatría durante muchos años. Tengo fibromialgia y me han dado una discapacidad. La salud mental de los que tenemos VIH se ve resentida constantemente. Primero crees que vas a fallecer y que lo harás de una forma terrible para ti y para los que te rodean. Luego te escondes, tienes psicosis de que, de pronto, puedas cortarte y contagiar a alguien. Te pasas cada día en guardia, alerta. Eso es una losa impresionante».
Si ella hubiera sabido que el futuro era mucho más luminoso de lo que creía... Pasó 25 años dando positivo, pero ya lleva al menos ocho en los que el virus está indetectable. Y quizá hayan sido muchos más porque antes no había forma de medirlo. Esto significa que no habría ninguna posibilidad de que transmitiera (no contagiara) el virus a nadie aunque hubiera contacto directo. Los tratamientos actuales hacen que casi el 100% de los seropositivos con buena adherencia a la medicación pasen a ser indetectables en unos meses y que la mortalidad en Occidente sea prácticamente nula. Sin embargo, Arancha insiste en que los positivos tienen una década más que su edad biológica por las secuelas de los medicamentos. Esta no es una condición que salga gratis.
Los universos paralelos en cuanto al señalamiento aún existen y no se puede bajar la guardia: «No hace mucho, un chico tuvo un accidente en Valencia y mientras llegaba la ambulancia lo metieron en una peluquería. Luego se supo que tenía VIH y, como había sangrado de forma abundante, los bomberos regresaron al salón de belleza ¡¡a quemar el sofá!!». La voz de mujer «empoderada», como ella dice, suena, efectivamente, empoderada al otro lado del teléfono. Se ha librado de un peso de toneladas y, además, la reacción de la gente le ha sorprendido para bien: «No he tenido ninguna reacción negativa. Hasta antiguos compañeros de la Universidad me han llamado para decirme que soy una valiente y que tengo su apoyo. Pero esto no es una cuestión de valor. Nunca animaría a nadie a salir del armario porque puede haber gente que se juega su familia o que no le vuelva a hablar nadie en el pueblo y tenga que marcharse. Hay situaciones verdaderamente dramáticas detrás de la gente que quiere seguir siendo invisible. Es que las consecuencias pueden ser tremendas».
Aunque ella ya está a este lado de la trinchera, insiste en el enorme sufrimiento que acarrea el estigma. «De verdad que si la gente se diera cuenta de lo mal que lo pasan los que tienen que callar cada día que tienen VIH. Es una vida en la que, a larga, sientes que te traicionas a ti mismo. Los hay que nunca han podido contar a nadie lo que les pasa. La culpa siempre asoma por detrás». En tiempos del #metoo y de las confesiones a chorros en Twitter, Arancha echa mucho de menos que en España no haya habido, hasta la fecha, ningún personaje muy público que haya revelado que es positivo. «No tenemos ni un solo referente, aquí no ha habido un Magic Johnson. Nadie ha salido a dar la cara. Somos la única población a la que se discrimina por padecer una enfermedad, algo que no ocurre, por ejemplo, con los alcohólicos. No hemos sentido empatía ni en el sector sanitario. Para nosotros no ha habido compasión».
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