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Superviviente de Los Andes

El viaje espiritual de Eduardo Strauch al Valle de las Lágrimas

Este superviviente de los Andes regresa cada año al lugar donde resistió 72 días, y donde ahora llora la pérdida de su primo Daniel

Eduardo Strauch en el Valle de las Lágrimas Cedida

«S Se fue mi querido primo Daniel. No fue solo un primo, fue un hermano. Sobrevivimos juntos, y hoy lo despido con el corazón apretado, pero lleno de gratitud por todo lo que compartimos». Así se despide Eduardo Strauch de quien, como él mismo dice, fue una parte esencial de su vida, y no solo por el vínculo de sangre. Juntos se debatieron entre la vida y la muerte, al lado de los otros 14 supervivientes del accidente aéreo que conmocionó al mundo en 1972. Permanecieron aislados durante 72 días, en condiciones incompatibles con la vida.

En una entrevista con este diario hace tiempo, Daniel aseguraba que sus cenizas «reposarán en la montaña, pese a que soy el único de los sobrevivientes que no ha vuelto a pisar aquel lugar».

«No he podido regresar porque fue donde pasé lo peor de mi vida y, al mismo tiempo, lo mejor a nivel espiritual. Cuando nos sacaron en helicóptero y vi lo que había sido nuestra casita –el resto del fuselaje–, supe que jamás volvería». Su primo Eduardo, sin embargo, sí ha regresado en numerosas ocasiones. El Valle de las Lágrimas, ese inhóspito enclave engullido por la cordillera de los Andes, entre Chile y Argentina, es para él un lugar de culto. Más aún, sabiendo que allí reposan los restos de sus seres queridos.

Campamento base

Eduardo Strauch atiende a LA RAZÓN para hablar de lo que significa para él ese lugar donde, hace 53 años, el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló contra un glaciar helado, dejando a un grupo de jóvenes jugadores de rugby incomunicados, aislados, solos ante la nieve, el frío (más de 30 grados bajo cero) y la sed. Fueron dados por muertos. Pero consiguieron lo imposible: sobrevivir. «Ese lugar es donde viví los momentos más duros y difíciles de mi vida, pero también los más gratificantes y felices», nos cuenta Strauch a través de una videollamada desde su casa en Uruguay. Hace unos meses, de hecho, emprendió su vigésima segunda expedición hacia el valle. Salió desde Mendoza, en Argentina, hasta Malargüe, un pueblo cercano. Allí se subió a un 4x4 para llegar al campamento base y, desde ese punto, y a caballo, emprendió una ruta de ocho horas hasta la cruz que, desde finales de los años 90, señaliza el punto donde el grupo resistió a la adversidad de la naturaleza durante más de dos meses.

«La primera vez que volví al lugar del accidente fue en 1995. Allí perdí a amigos, viví una situación que en ese momento no pude procesar correctamente. Ahora, para mí es un lugar especial, donde me encuentro en un estado espiritual único, y eso me motiva a seguir. Ahora puedo llorar por los que no están. Aunque hayan pasado 50 años, sigo sintiendo la emoción. A veces me arrimo a la montaña y me conecta con todo lo que viví. Me siento purificado cada vez que regreso del Valle de las Lágrimas. Es como una limpieza emocional».

Eduardo Strauch, en el centro de la imagen tapado con una mata, el día del rescate, en 1972, 76 días después del accidenteCedida

El viaje espiritual que ha vivido Strauch desde el accidente es uno de los aspectos que él subraya como el punto clave de esa fatídica experiencia. «He pensado muchas veces cómo hubiera sido mi vida si no hubiera vivido aquello. Esa experiencia que viví me hizo mucho mejor persona. Ahora, con 77 años, me siento pleno, feliz y sin ninguna duda sobre lo que hice. He podido ayudar a muchas personas a superar depresiones y pensamientos suicidas gracias a mi historia. Sin duda, esa tragedia cambió mi vida, pero para bien». En la actualidad, Eduardo viaja por todo el mundo liderando charlas y conferencias motivacionales para quienes han atravesado situaciones traumáticas como la suya.

Cuestionar todo

Sobre su yo más espiritual, nos cuenta que, educado en la religión católica, se alejó de aquel Dios que le habían inculcado en la juventud. «Cuando nos quedamos aislados en los Andes, ya había dejado de practicar la religión, aunque al principio me costó cuestionar todo lo que había aprendido. Poco a poco fui encontrando mi propio camino espiritual», confiesa.

Una travesía que le llevó a sumergirse en un estado de meditación espontánea que él mismo al principio no lograba entender. «Lo hallé en el silencio de la montaña. Hace unos años, en Barcelona, conocí a un teólogo y estudioso de la conciencia, que me hizo darme cuenta de que lo que viví en esos momentos fue un cambio de conciencia, un estado diferente al que tenía antes. Es algo que no puedo explicar completamente, pero me ayuda a entender mejor mi conexión con el lugar». Él lo explica como «una unión con el cosmos y con todo lo que me rodea. Mi mente se vacía, se expande y se funde con la naturaleza. Después regreso con una sensación de plenitud, una energía renovada. La mente y el espíritu pueden influir sobre el cuerpo y la materia».

La fe y la espiritualidad juegan un rol clave en momentos críticos como el que él vivió en Los Andes. «Cuando estábamos atrapados, rezaba; para mí era como un mantra, algo que me conectaba con la gente alrededor, me daba fuerza. No era para pedir ayuda a Dios ni a nadie, era más bien para mantenerme en esa sintonía, en esa comunidad, y poder lograr el objetivo de sobrevivir». No olvida que «los momentos de desesperación, incertidumbre, angustia, que viví en el Valle de las Lágrimas fueron los más largos de mi vida, sin duda. Pero, al mismo tiempo, fue en esos momentos cuando experimenté un cambio de conciencia que me dio paz, plenitud y felicidad. Cuando escuchamos que nos iban a rescatar, las horas que siguieron fueron unas de felicidad absoluta, era como si me saliera de mi cuerpo. Ese estado de éxtasis y plenitud es algo que solo pude experimentar después de lo vivido allí».

Él, junto a su primo Daniel (recién fallecido», fueron los encargados de alimentar al resto de los supervivientes. La antropofagia que practicaron fue uno de los temas más polémicos tras su rescate. Se vieron abrumados por la presión social. «Al principio era un tema muy tabú. La gente estaba muy interesada en esa parte de la historia. Fue una decisión extremadamente difícil, pero necesaria para sobrevivir. No tuve ningún remordimiento. Cuando tomé la decisión de hacerlo, mi mente quedó tranquila. A pesar de la incomodidad que me causaba ver las portadas de los periódicos, sabía que lo que había hecho era lo correcto para sobrevivir», sentencia. Incluso recuerda que todos esperaban con incertidumbre las palabras del Papa Pablo VI. Estas llegaron en forma de telegrama: «Dios había puesto al hombre en la tierra para vivir, no para morir, y que de no haber ingerido esa carne, se podría haber considerado como un suicidio», les dijo el Pontífice.

Más allá de lo morboso que resulta el asunto de ingerir carne humana, lo que Strauch rememora con mayor pesar fue el luchar cada día por seguir adelante. «La muerte era lo más fácil, dejarse ir. Cuando veía el rostro de mis compañeros sin vida, se desprendía una tranquilidad, una paz, que yo ansiaba». Para él, la sed, el frío y el hambre, en ese orden, fue lo más «terrible». «La sed era desesperante. Estábamos rodeados de nieve, pero no podíamos ingerirla porque nos destrozaba por dentro. Diría que en dos o tres ocasiones, más o menos, pensé: qué ganas de que se acabe esto, porque la lucha era agotadora. En esos momentos, la compañía del grupo fue vital. Nos dábamos fuerza mutuamente, especialmente entre mis primos. El objetivo era llegar a casa».

Del accidente salieron con vida 16, y «ahora somos 150», dice Strauch en referencia a la descendencia de cada uno de ellos. Él tiene cinco hijos y tres nietos, con quienes ha hablado sin tapujos de lo que vivió en Los Andes: «A algunos les interesa mucho la historia y otros la ven de manera más distante. Recuerdo una vez, cuando mi hija tenía seis años, me preguntó: ‘‘Papá, ¿qué gusto tiene la carne de la gente?’’. Fue una pregunta inesperada, pero la respondí sin problema. Trato de compartir con ellos lo que viví sin apabullarlos. A veces, les recuerdo que, si se quejan por cosas como la comida fría, les cuento cómo era en los Andes».

Para él, llegar hasta la cruz que homenajea a los fallecidos en el accidente, amigos y familiares, ubicada a 4.000 metros de altitud, en el punto exacto donde el chárter Fairchild FH-227D se empotró contra la cordillera andina y donde ahora reposan los restos de su primo Daniel, seguirá siendo una piedra angular en su vida.