
Crítica
En 'El refugio atómico', por desgracia, los ricos también lloran
La nueva serie de los creadores de 'La Casa de Papel' juega a darle un ingenioso giro al género apocalíptico, pero se empeña en un drama familiar "culebronesco" con el que es difícil conectar

El Tío Ben le dijo a Peter Parker eso de que "un gran poder conlleva una gran responsabilidad", y yo ahora me siento un poco así. Hablar sobre la nueva serie de Álex Pina y Esther Martínez Lobato, creadores de 'La Casa de Papel', supone ser consciente de que va a estar atenta a lo que diga. Más aún sabiendo cómo funciona la maquinaria promocional de Netflix, que logra generar interés con cualquier producto que se propone. Sabiendo eso, que mucha gente vendrá aquí para saber si Pina y Lobato han vuelto a hacer la serie de la que todo el mundo va a hablar, vamos a aclararlo.
Lo primero que hay que decir es que, sin duda, ambos creadores son tipos listos, que han sabido conectar con el espectador promedio y darle lo que quiere. Las cifras de sus series ('Los Hombres de Paco', 'Vis a vis' o 'El barco', más allá, claro, de 'La Casa') están ahí, y discutir esto es, cuanto menos, complicado. Siguiendo esa tónica, hay que reconocerles sin dudar que 'El refugio atómico' es una serie, ante todo, entretenida, con un manejo de los giros, las sorpresas y los 'cliffhangers' que, sumados a los propios elementos de su trama, hacen que el espectador vaya a querer entrar en esa rueda de ver un capítulo tras otro que tanto gusta a Netflix.
La premisa de la que parte ya es en sí misma un elemento para enganchar: ante la posibilidad de que una escalada bélica arrase el mundo, un grupo de multimillonarios se refugia en un búnker subterráneo, por el que han pagado una morterada, donde poder estar a salvo hasta que la superficie vuelva a ser habitable. Allí, con todas las comodidades, desde un spa a una cancha de baloncesto, convivirán con sus familiares y otros igual de forrados que ellos, bajo la atención y supervisión del personal de Kimera, la empresa constructora del refugio. Hasta aquí, todo puede sonar familiar, pero Pina y Lobato se juegan todo a un giro inicial (del que no diré nada porque merece ser visto sin saber), que es su gran toque diferencial con respecto a otros productos apocalípticos y su principal acierto.
Dentro de 'El refugio atómico', sin embargo, viven dos lobos: uno es este thriller con toques de ciencia-ficción, derivado de su trama principal, que funciona sobradamente a la hora de generar tensión, suspense, y de darnos revelaciones inesperadas que nos rompan la cabeza. El otro, soterrado bajo ese andamiaje catastrofista, es un drama familiar, un conflicto entre dos familias (los Varela y los Falcón, nuestros Capuleto y Montesco) que atraviesa a varias generaciones y que comparte, casi al 50/50, tiempo de pantalla con las partes de trepidante aventura ci-fi. Esta gresca familiar, poblada de personajes profundamente despreciables, baila durante los ocho capítulos en la línea del culebrón. No le ayuda, en mi humilde opinión, la marcada falta de humanidad de estos personajes, que sufren, como toda la serie, un "exceso de deslocalización".
Me explico: 'El refugio atómico' tiene una clara vocación de viajar, en el sentido de ser consumida en todo el mundo, como ya ocurrió con 'La Casa de Papel'. En este intento, entendible y que no juzgo, peca de rebajar el costumbrismo, esa parte que hace que, al verla, pienses que "esta podría ser mi madre". La serie podría pasar en Madrid o en Boston, y esa falta de conexión, con esos diálogos alambicados, hace que cueste empatizar con los personajes y lo que les pasa, especialmente en los asuntos más íntimos y emocionales. Si todo se tratase de supervivencia y acción, esto no sería un gran problema, pero la serie quiere construir unos personajes, quiere hablarnos de sus traumas, de sus complejos y de sus relaciones, y es aquí donde flaquea y frena el ritmo espídico que tan bien le sienta.
A nivel de reparto, todo el mundo cumple con su cometido. Hay muchas tablas en 'El refugio atómico', como una Miren Ibarguren a la que le va como anillo al dedo el papel de HAL 9000 con patas o un Carlos Santos que sí consigue captar el patetismo y la fragilidad de su personaje, humanizándolo pese a sus defectos. Los dos claros protagonistas, Pau Simón (prácticamente debutante) y Alicia Falcó, soportan perfectamente el peso, y pese a no tener la experiencia de Natalia Verbeke o de Joaquín Furriel, compañeros en este búnker, tiran de carisma y buen hacer para dar vida a Max y Asia, en una serie coral hasta el punto de que relega a tercer o cuarto plano a nombres como Omar Banana, Miguel Garcés o Vito Sanz, del que algún día habrá que hablar como uno de los actores más genuinamente graciosos de España.
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