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Bilbao

Diego, la inmortalidad del toreo a pesar del sistema

Emocionante Puerta Grande de Urdiales, que corta tres orejas, en una grandiosa tarde y esfuerzo de El Juli

Diego Urdiales sale a hombros de la Plaza de Toros de Bilbao / EFE
Diego Urdiales sale a hombros de la Plaza de Toros de Bilbao / EFElarazon

«Dinastía» fue al caballo con todo y con todo se iba, porque tendía a salir suelto. Lo hizo. Casi siempre. También cuando El Juli le robó una chicuelinas de manos muy bajas y nos regaló después dos faroles abrochados a una larga que dejaban al de Alcurrucén de nuevo en la jurisdicción del caballo. El toreo se puso caro con dos verónicas y una media. Hablemos de exquisiteces. Y de Diego Urdiales al mando, al cargo. Despacioso y torero, una bomba para las emociones. Brindó Julián al público. Y esas huidas del toro se aplacaron para estar siempre a la espera y sin acabar de definir el viaje. Y así la faena.

La perfecta imperfección de Diego en el segundo nos agarró el estómago para destriparnos. Hay que peregrinar al infierno para verle por esa mediocridad del sistema en el que nos movemos y porque cuando muchos torean por poco es difícil hacerse respetar. Respetar a uno mismo, qué gran misterio, como el toreo de Urdiales. Había que ir a buscarle a «Tonadillo» el toreo. Y ahí fue el riojano. Y fuimos. Descabezados. Desprendiéndonos poco a poco de las medianías que nos inundan en el día para deleitarnos con otra versión de la tauromaquia, en la que la majestuosidad es posible, la honestidad con el toro, en los cites, en la distancia, en el lugar exacto donde llega la muleta y allá donde quiere viajar... Aunque esa aventura resultara imperfecta, hacía tiempo que viajábamos en el mismo barco y se llamaba emoción. La verdad de cuando lo que se hace delante del toro es auténtico. No siempre salió el muletazo limpio a ese Alcurrucén que aguantó faena, bronco y sin demasiada entrega, pero resultó de principio a fin una maravillosa puesta en escena de los pilares de la tauromaquia. Se fue detrás de la espada como un cañón, como quien sabe que toreando muy bien, toreando como pocos, está fuera de casi todas las ferias. La manera que preparó al toro para la muerte fue un deleite. Se puede torear andando al toro de manera magistral y recrearlo en la memoria pasado el tiempo. Lo que pasó en el sexto nos pasó por encima, nos arrasó, molió, destrozó, emocionó, dolió... Y sin saber qué pesaba más de todo aquello. Pasará el tiempo y seguiremos recomponiendo las piezas del puzzle, cada uno las suyas. Mucho que torear tuvo «Gaiterito», carbón del bueno, encastado y fiero en la fiel muleta de Urdiales, aunque acabó por aburrirse cuando no se supo vencedor. Diego supo convertir ese punto de violencia en toreo de muchos quilates, con un poso estratosférico que le hacía volar sin levantar los pies del suelo. Por la derecha, y sobre todo al natural, logró Diego liberarse de todo y entregarse en la versión serena, verdadera, templada, bella, honda... Cabe todo un manual de la tauromaquia en un miserable muletazo que muere al segundo. Naturales de fuego, a la cadera, la mano baja, el empaque... Ese sabor. Cuajó al toro, que perdió ese ímpetu al verse dominado, y disfrutó Diego para eclipsar Bilbao de nuevo. El pinchazo que precedió a la estocada se sintió. Esa magia ocurre pocas veces, que te duela lo ajeno. La estocada, las dos orejas, la torería, lo sueños cumplidos, y la inmortalidad de su toreo a pesar de la mediocridad del sistema. La cabeza viajaba también a la felicidad de ese Villalpando, al apoderado, de los de antes y de los de verdad, que le había liado el capote de paseo como un padre.

Matías, el presidente, se metió en un lío antes cuando echó al quinto para atrás, impresentable para este plaza y se partió la punta de un pitón. El bis sí que requería el billete de vuelta por inválido. Y se fue. El tris fue un señor toro que se acordaría Julián. Un pavo, que se movió pero no para bien. Regalaba hachazos y portaba una buena cornamenta. Toro difícil, con infinitos y cambiantes matices, que supusieron un esfuerzo mayúsculo en la faena. No todos están dispuestos a hacerlo: El Juli, sí. Y por eso la labor resultó tan de piel, tan vibrante. Se transparentaba con la misma fragilidad y congoja el peligro que el instinto del torero por superarse, 20 años después de haberse convertido en matador. “Lancero” y su crudeza le volvió a poner los pies en el suelo, por si por un segundo se había despistado. La espada no estuvo a la altura de lo que acababa de pasar.

Enrique Ponce no tuvo muchas opciones con un primero al paso y sin humillar y anduvo con decoro con un cuarto, manejable y que repetía si le atacaba, aunque sin demasiada entrega.

Tarde grandiosa. Para las emociones. De las que no te repones, porque no te pasan de largo, si no por encima.

Bilbao. Séptima de las Corridas Generales. Se lidiaron toros de Alcurrucén, muy desigualados de presentación. El 1º, noble, al paso y sin humillar; el 2º, informal y a la espera; el 3º, informal y bronco, pero con transmisión; el 4º, manejable sin demasiada entrega; el 5º, sobrero, tris, movilidad con mucha violencia; y el 6º, encastado y exigente, buen toro. Dos tercios de entrada.

Enrique Ponce, de rioja y oro, dos pinchazos, metisaca, estocada, aviso (silencio); pinchazo, aviso, pinchazo hondo, descabello (saludos).

El Juli, de azul marino y oro, estocada trasera y perpendicular (silencio); dos pinchazos, estocada baja, aviso (saludos).

Diego Urdiales, de verde hoja y oro, estocada (oreja); pinchazo, estocada, aviso (dos orejas).