Viajes
Cuando el anfitrión de tu Airbnb es un general soviético
La plataforma Airbnb es una maravilla. No importa qué esquina del mundo visites, encontrarás un cómodo alojamiento para descansar antes de proseguir la aventura. Pero esta libertad de anfitriones puede dar pie a estrafalarias situaciones, como la vivida una tarde de verano en la ciudad de Bakú.
En busca de un alojamiento en Bakú
La única forma de llegar desde Azerbaiyán hasta Turkmenistán, directamente y sin atravesar Irán, es a través del mar Caspio. En un ferry que sale, si hay suerte, cada dos o tres días del puerto nuevo de Bakú. Si hay suerte, y el mar no está revuelto, cruzar de costa a costa supone alrededor de 18 horas de viaje. Parece fácil. No lo es. Pero antes de hablar otro día sobre tamaña travesía, querría recordar, aquí, confinado en casa, aquí, lejos del mar, aquella vez que esperando al barco con destino a Turkmenistán tuve que alojarme en el único Airbnb que había cerca del puerto nuevo de Bakú. Resulta que el puerto nuevo no está precisamente en la capital azerí, sino más lejos, a una hora en coche. Y rodeando Bakú no hay más que desierto, tierra rojiza y bombas de varilla drenando petróleo hasta secar esta tierra. Por eso era tan complicado encontrar un alojamiento cercano. Tuvo que venir en nuestra salvación la plataforma de reservas Airbnb, que siempre queda a mano en situaciones de este calibre. Ya sea en la isla más remota de Cabo Verde, el Haití montañoso o las aisladas ciudades mongolas, Airbnb siempre sale al rescate. Es casi milagroso.
Encontramos un alojamiento a medio camino entre Bakú y el puerto. Escondido en una extraña urbanización a medio construir y prácticamente deshabitada, clavada en pleno desierto como un alfiler en el mapa. Hicimos la reserva - viajaba acompañado - y allá fuimos. Rodando nuestro coche silencioso en las calles vacías. En ocasiones salía un perro de una esquina, nos ladraba y volvía a recogerse en las sombras. Quizás un niño, sucio pero bien vestido, nos gritaba también en su idioma. La urbanización todavía no había sido asfaltada, o quizás nunca lo estará, y en contraste se presentaban a los lados del camino enormes mansiones pintadas de blanco o apenas sin pintar, gris cemento, sin ventanas y sin habitantes. Era un extraño oasis de lujo sin terminar. Quizás fue construido durante la edad dorada del petróleo en Bakú y el auge árabe les pilló amasando el cemento.
Andréi, un general de la vieja escuela
Llegamos a nuestro alojamiento, llamamos a la puerta. Había una cámara colocada en el muro. Giró y nos miró de arriba abajo, chirriando por la arena encajada en sus articulaciones. La cámara asintió y la puerta se abrió de par en par. Entramos en la casa, en una placita vacía con una piscina en el lateral. Por lo demás, silencio. Y cuando ya nos íbamos a ir, pensando que nos habíamos equivocado de casa, ya estábamos dando media vuelta, el General Andréi vio su señal y apareció, como un Houdini en chándal, prácticamente sobre nosotros. En su presentación había algo de ataque guerrillero: emboscado en la puerta de la cocina, con mirada feroz y dispuesto a defender su hogar con el cuchillo de cortar el pan. Más tarde nos confesaría que las buenas costumbres es mejor mantenerlas durante toda la vida. El General nos estudió con sus ojos rasgados, su ancha nariz tanteando nuestro aroma, y antes de saludar o mostrar cualquier muestra de cortesía nos preguntó amenazador si éramos italianos. Contestamos que españoles. Mejor, dijo. Los italianos son muy ruidosos y molestan a los demás clientes - que en esta ocasión era un matrimonio ruso encerrado en su habitación -. A los italianos no les dejo entrar en mi casa, pero los españoles sois otra cosa. También gritáis mucho, pero sabéis encontrar el momento adecuado para hacerlo.
Finalmente nos saludó, se presentó como el General Andréi y nos mostró su casa, a la par que nos informaba del reglamento de invitados. A saber: no podíamos entrar calzados en la casa, bajo pena de expulsión sin reembolso; el cuarto de baño en el piso inferior era para él y su familia, si lo usábamos nos echaba; no podíamos hablar con su mujer - joven, la cuarta que conseguía, añadió orgulloso -, bajo pena de expulsión; debíamos tratarle con respeto aunque nos permitía el tuteo... y un largo etcétera. Cada orden la lanzaba precisa, sin florituras. Decía que todavía éramos jóvenes, lamentablemente educados en la permisiva Europa, y que nunca entenderíamos la importancia de las jerarquías. Y esta es mi casa. En mi casa yo soy el jefe. ¿Entendido?
Pero el General nos vio con cara de simpáticos y no tardó en relajarse. Después de que nos instaláramos, nos mandó a mí y otro compañero a la única tienda de la urbanización y anunció que esta noche haríamos todos juntos una barbacoa para celebrar este inesperado encuentro entre azeríes y españoles. ¿Y los rusos? Los rusos no me gustan demasiado, comentó, pero es costumbre en Azerbaiyán aceptarlos de todos modos. Si quieren cenar, mejor será que busquen un restaurante.
El enemigo armenio
Cuando mi colega y yo llegamos con la carne y las verduras para la cena, posterior al control de calidad del General, colocamos el carbón en la barbacoa y esperamos bebiendo cerveza a que este se calentase. Una, dos cervezas. El General comenzó a explicarnos su historia. Comenzó con una breve presentación de su vida profesional: había comenzado su carrera militar en uno de los cientos de controles fronterizos con Armenia y tras contener un buen puñado de armenios que pretendían colarse en su patria, los mandos soviéticos le habían ascendido, y luego le ascendieron otra vez, así sucesivamente hasta que entró en el servicio de inteligencia de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán. Le ascendieron una y otra vez, hasta que se cansó de lo fácil que parecía el juego y empezó a intercambiar información con el gobierno estadounidense. Nosotros le mirábamos incrédulos, casi indignados por la milonga que parecía estar contándonos, pero el General estaba preparado para casos como este. Sin necesidad de que se lo pidiéramos, nos mostró muy orgulloso fotografías suyas de cuando era joven - ahora se acercaba a los setenta y muchos -, vestido con el pesado uniforme de general y rodeado de cargos soviéticos. Demostrada su identidad, pasó a la siguiente fase de su conversación calculada: el odio a los armenios.
Es de sobra conocido el conflicto entre los azeríes y los armenios, que lleva fraguándose varios siglos. Aunque dicho conflicto consiguió un respiro durante los años más estrictos del Imperio Soviético, en el momento de su derrumbe en 1991, las cuerdas que retenían esta tensión se quebraron nuevamente y los enfrentamientos se reanudaron. El mejor ejemplo de estos enfrentamientos se puede resumir en la localidad de Nagorno-Karabaj. Un oasis armenio en el corazón de Azerbaiyán. El General despotrica contra los armenios mientras coloca las salchichas al fuego. Son ratas, explica con seriedad, sanguijuelas que pretenden arrebatarnos la riqueza que el petróleo ha traído a mi patria. ¡Nuestro petróleo! Utilizan débiles excusas para ganarse el apoyo internacional, excusas como que ellos son el Estado cristiano más antiguo del mundo y por tanto la frontera que separa a la Europa cristiana del Asia musulmana. Y nos asegura que son mentiras, que los armenios son judíos ocultos bajo esa capa de cristianismo.
Una hija en la ONU
Ahora habla de los judíos. Anuncia con voz alta y clara que Hitler entendía el problema del mundo, pero que el mundo no estaba preparado para entenderlo y por eso se le ha tildado de loco. En este punto de la conversación me alejo de la barbacoa y llamo a mi novia para saber qué tal está. Hablamos media hora, hasta que me avisan de que la cena ya está lista. Vuelvo. El General habla ahora de su hija, hinchado de orgullo, que es una activista por los derechos de la mujer y ha dado conferencias en la ONU. No le creemos y saca el móvil. Le vemos en varias fotografías acompañado por una mujer de pelo negro y ojos despiertos, nos enseña a la mujer cuando era niña, rodeada de juguetes. Nos enseña a la mujer en un vídeo de la ONU y en otro entrevistando a Barack Obama, también le dedicaron un artículo en la revista Forbes. Sí, es su hija. Más tarde veríamos fotos suyas por la casa.
Nos asombra esta diferencia entre el padre antisemita, racista y nacionalista - aunque afirma que nunca apoyó realmente el comunismo ruso y que su caída supuso un alivio para él -, y su hija: abierta al mundo, sin velo pese a ser musulmana, defensora de los derechos de la mujer con verdadero éxito. Todavía estamos procurando digerir la situación, al terminar la cena, cuando el General recoge los restos de grasa de la carne y lanza un grito. ¡Armenio! ¡Armenio, ven aquí! A su llamada aparece un bonito perro de manchas blancas y negras moviendo el rabo muy contento. El General pone el plato sobre el suelo y le ordena comer.
Pregunto si su perro se llama Armenio y contesta, como de pasada porque me ha visto en los ojos que no le trago y que un día escribiría este artículo sobre él, que sí, Armenio se llaman todos lo perros que ha tenido. Claro, es que todos los armenios son unos perros, y es importante recordárselo. Suspira nostálgico y añade: Por eso las buenas costumbres es mejor mantenerlas durante toda la vida.
✕
Accede a tu cuenta para comentar