Turismo

Senegal, el paraíso sexual para las mujeres europeas

Desde hace una década, mujeres de mediana edad acuden a Senegal en busca de unas semanas de placer a cambio de un precio moderado. La moral de estas prácticas viene contaminada por el supuesto consentimiento de los jóvenes senegaleses, pero esto apenas oculta una realidad preocupante

Senegal, el paraíso sexual para las mujeres europeas
Senegal, el paraíso sexual para las mujeres europeasIwannapixabay

Alexandra y Mamadou

Alexandra se sienta en el umbral de su Airbnb en el pequeño pueblo de Kafountine, al sur de Senegal. Con la mano derecha fuma un porro recién liado y con la izquierda acaricia apáticamente el muslo recio de Mamadou. Ella es sueca, tiene 65 años y lleva diez divorciada; él nunca se ha casado, en parte porque con 23 años, todavía no le ha dado tiempo a hacerlo. Se conocieron hace tres días por mediación de una amiga de Alexandra que lleva cinco años viviendo en el Senegal, desde que se casó con otro local treinta años más joven que ella. Cuando termine la semana se despedirán y quizás no volverán a verse, aunque Alexandra me confía que tiene la intención de pagar una modesta suma mensual a su amigo Mamadou durante los primeros meses desde su separación. Es lo mínimo, comenta, Mamadou me ha cuidado con mucho cariño estos últimos días y quiero ayudarle a crear su futuro negocio, una pequeña tienda de figuritas tradicionales que pretende montar en este mismo pueblo.

Mamadou es hombre de pocas palabras. En ocasiones recibe el porro que le ofrece Alexandra, fuma unas pocas caladas y se lo devuelve. Si se aburre demasiado, entra en la habitación y cambia las canciones que desde las ocho de la mañana llevan sonando insistentemente por el patio del Airbnb. El gusto musical de Alexandra, a la par con su pareo de un morado muy chillón, pasa por las canciones tántricas que encajan de una forma excelente con la escena.

Desde Camboya hasta Senegal

La situación de Alexandra es habitual por estos lares y nadie se extraña ni escandaliza. Hace pocos meses hablábamos del turismo sexual para hombres en Camboya. En el país asiático, el procedimiento para saciar la lujuria de los extranjeros es tan brutal como sencillo: el hombre busca en ciertos tugurios a la mujer que le aporte más placer (no importa que sean menores de edad), se aprovecha de ella de la manera más indigna y paga el importe requerido por el servicio, irrisorio por norma general. La moral en estos casos es nula y ambas partes caen, de una forma u otra, en los agujeros más oscuros del ser humano. Se trata de una práctica que lleva sucediéndose desde la apertura del Sudeste Asiático al turismo internacional.

Pero el mundo está cambiando. Vivimos en un mundo nuevo con reglas nuevas, y ya no es el hombre en exclusiva quien se piensa con derecho a saciar sus apetitos sexuales por la vía rápida. Las mujeres también se han subido al carro del turismo sexual, lo único que se mantiene como norma inquebrantable es que, independientemente del género del consumidor, todos son occidentales. Algunas tradiciones cuestan más que otras a la hora de arrancarlas. Cambia también el continente. Mientras los hombres acuden en verdaderas oleadas a Asia con semejantes fines, las mujeres prefieren realizar este tipo de viajes al continente africano, y más específicamente, a Senegal. Son mujeres que ya rebosan los límites de la juventud, en torno a los cincuenta o sesenta años, divorciadas o casadas, solas o en compañía de otras amigas, y tienen claras sus preferencias: un joven senegalés que les aporte el máximo placer posible durante su estancia.

En el caso del turismo sexual femenino, la corta relación con sus instrumentos de placer no pasa exclusivamente por una noche o dos atadas a la cama del mozo. También buscan cierta conexión personal. Si no se han conocido por mediación de una amiga, como fue el caso de Alexandra, les bastará con acudir a una concurrida playa donde jóvenes senegaleses se ejercitan a pecho descubierto, a la espera de que alguno de ellos se les acerque para entablar conversación. Las agasajarán durante un par de horas y después volverán juntos al hotel de la europea. El desarrollo de la relación a partir de este momento dependerá de qué tal encajen tras el primer contacto. Y si todo sale según lo previsto, él le enseñará esquinas secretas de Senegal y le mostrará rasgos de su cultura, ella le llevará a la piscina del hotel y le hará regalos, hasta que llegue el momento de irse y le prometa mandarle esa suma mensual que antes o después dejará de enviar.

Desde el narcisismo hasta el racismo

No hay mafias de por medio, este no sería el procedimiento habitual, y ambas partes consienten la relación sin restricciones. Ambos salen ganando, de una forma u otra. Ellas experimentan placeres que se les antojan como una fruta prohibida y ellos engrosarán sus bolsillos. Incluso puede llegar a estallar el chispazo del amor, como ocurrió con la amiga de Alexandra. Es una aventura. Por la que cientos, si no miles de mujeres, están dispuestas a pagar generosas sumas todos los años. La vida en Senegal, donde un 96,4% de los empleos se basan en el sector informal, es dura, y son cientos de jóvenes, si no miles, quienes aceptan este dinero sin rechistar.

Pero nada de esto quita la terrible verdad que desenmascaran este tipo de prácticas. La mujer europea se está aprovechando de la precaria situación del joven senegalés para su uso y disfrute, aunque se escude en que ayuda a mejorar la economía del individuo en concreto. Al final se refleja cierto narcisismo en este tipo de clientes, inmersas en ellas mismas y sus caprichos, en lo que ellas consideran una divertida aventura pero que realmente no hace más que agravar ciertos prejuicios que ya llevan demasiados años merodeando sobre África. Aparte de frenar el interés de ciertos habitantes del país por acelerar su economía mediante métodos más fructíferos y estables, es un racismo profundo y denigrante, este de tratar a un individuo en función de su color de piel o el tamaño de su miembro. Ni el feminismo más radical debería buscar excusas para estos menesteres. Es ligeramente repugnante, incluso, aunque nuestra amiga Alexandra parecía más perdida que malvada. Y no es algo fácil de tragar, pese a que muchos todavía abogan por defender este dudoso turismo.