Gastronomía
¿Podrías comerte un tiburón de quinientos años?
Se pesca en las costas de Groenlandia e Islandia, y su proceso de curación exige pudrir su carne durante seis semanas para eliminar las sustancias tóxicas
Parte del entusiasmo que nos empuja a viajar se debe precisamente a probar experiencias desconocidas. Estas experiencias consiguen ponernos a prueba, en ocasiones nos arrancan bruscamente de nuestra zona de confort, nos catapultan la adrenalina o consiguen provocarnos violentas arcadas. La gastronomía de los diferentes países suponen una importante razón para viajar. Paladear carne de cocodrilo en Camboya, caracoles y ancas de rana en Francia, perro en Corea, caballo en Kazajistán, dulce de leche en Argentina.... Y hoy, armados de valor, probamos haciendo uso de la cubertería de nuestra imaginación un plato solo apto para los más valientes, los estómagos mas duros: el Hákarl. Que consiste en unos pedacitos cuadrados de tiburón de Groenlandia, también conocido como tollo de Groenlandia o tiburón boreal.
Cuando yo era niño, Carlos V era emperador
Una frase del estilo podría decirnos el tiburón boreal más longevo que se ha encontrado hasta la fecha, con 512 años de edad. Porque estas criaturas fascinantes, que pueden encontrarse en las costas de Groenlandia, Islandia, Noruega, Canadá, Dinamarca e incluso en las mismas costas del Cantábrico, si el tiempo acompaña. Tienen una esperanza de vida que alcanza los 500 años, donde la mayoría cuenta con edades de 300 a 400 años. Ningún animal vertebrado puede alcanzar esta edad en nuestro planeta, ni siquiera las tortugas, ni los lagartos tuatara o las ballenas boreales.
Su apariencia física concuerda alegremente con su esperanza de vida. Teniendo en cuenta que un tiburón boreal no alcanza la madurez sexual hasta bien entrado el siglo y medio (un chaval), la visión de estas bestias legendarias coleando bajo las gélidas aguas del Ártico es la de un escualo lento, pausado, de apariencia oxidada donde su piel es de color negro metálico y pequeñas manchas blancas provocan la impresión de que se le está cayendo la carne a pedazos. Como un fantasma, valga la redundancia, con una longitud que merodea entre los 4 y 5 metros al alcanzar la edad adulta.
Su lentitud a la hora de moverse le ha valido el sobrenombre de tiburón dormido, y se encuentra cómodo habitando zonas de 2.000 metros de profundidad, ya que su alta esperanza de vida, su organismo lentísimo y su hábitat la han transformado en una criatura prácticamente ciega (un parásito les devora la córnea con el paso de los años). A simple vista no parece peligroso. Tampoco nos preocupa si se alimenta de pececillos, calamares y focas. Pero, ¿hasta que punto podemos fiarnos de nada que viva 500 años? ¿De su astucia longeva? ¿De sus pensamientos tortuosos, marinados durante siglos en la oscuridad? Yo no me fío. Menos aún cuando se han encontrado en el estómago de algunos tiburones boreales restos de oso polar, caballos y caribúes. No me fío de una criatura capaz de merendarse un oso polar.
Pescadores de mitos
En el mundo que hoy habitamos, los mitos son cuentos de viejas. Sirven para llamar al sueño, poco más, o destrozarlos con en una ruidosa película de Hollywood. Sus enseñanzas y las verdades a medias que ocultan tras los susurros ya no vienen a cuento, son molestos, un recordatorio insoportable de nuestra capacidad para temer e imaginar. Entonces suena fantástico, para los adoradores de leyendas como yo, escribir sobre los mitos vivientes, estas magníficas criaturas de apariencia tenebrosa que todavía hoy pululan por las aguas frías del océano.
Cuesta aceptar que la pesca del tiburón boreal, que los noruegos llaman hakjerring (tiburón mujer) no estaba regulada hasta hace pocos años. Es comprensible que los inuit lo hayan pescado de forma histórica a lo largo de siglos, en un hábitat donde cualquier pedazo de proteína equivale su peso en oro, pero cuesta entender que a día de hoy se continúe segando, en el espacio de unos pocos minutos, para degustarlo también en unos minutos, el conjunto de tejidos y huesos que conforman esta criatura centenaria. Igual que podemos resistirnos a aceptar que los coreanos se almuercen perritos a la parrilla. Pero, ¿qué sabemos nosotros? Los ingleses entran en estado de shock al escuchar que comemos conejo, y medio mundo todavía no comprende cómo permitimos el toreo. En materia de culturas, comprender o no comprender desde el sofá de nuestra casa se vuelve un ejercicio tan subjetivo, tan incompleto, que nuestra opinión cercenada no vale para nada en realidad.
Pero cuesta entenderlo, pese a todo. Algunos pescadores de tiburón boreal utilizan carne de vaca podrida para hacerse con ellos, aunque la regulación actual en lo que respecta a su pesca señala que solo pueden cazarse si se han enganchado en una red dirigida a otro tipo de peces. Es decir: se permite la pesca “accidental” de tiburones boreales pero hace falta conseguir una barbaridad de permisos para hacerlo de manera premeditada. Y si no tienes una buena razón para pedirlos, nunca obtendrás los permisos.
Un plato nauseabundo
El quid de la cuestión a la hora de preparar la carne de tiburón boreal para su consumo radica en desintoxicar su carne. Mientras su hígado ha servido a lo largo de generaciones para elaborar aceite para las lámparas, su carne resulta venenosa debido a que el tiburón boreal no tiene uretra ni tracto urinario, sino que su orina circula libremente a lo largo de su cuerpo para darle calor. Esto implica que los tejidos los tiene contaminados con ácido úrico, una sustancia altamente tóxica para el ser humano que, de consumirse, provocaría una muerte casi instantánea. Es necesario realizar un proceso muy concreto para eliminar su toxicidad y admitir su consumo.
En primer lugar, se le vacían los órganos internos y se le quita la cabeza. Al tratarse de un animal de 400 años, ya imaginamos que no huele demasiado bien. De esta manera se entierra la carne del tiburón limpiada de órganos en un agujero bajo tierra. Esta es la solución que encontraron los antiguos vikingos para alimentarse del tiburón boreal: dejar que fermente bajo tierra hasta que se pudra. Otro método consiste en meterlos troceados en cajas de madera y dejarlos al sol durante seis semanas, hasta que se pudran también. Las propias bacterias se encargan de devorar las sustancias tóxicas del tiburón boreal. De forma parecida a las momias, la carne se reseca y pierde su líquido hasta perder un 80% de su peso, y tras esto son colgados en grandes garfios para completar su proceso de curación (o de podrido), de forma semejante a los jamones en España. A continuación se corta la carne en pequeños dados y, ¡voilá! Así se obtiene un preciado alimento, considerado una delicatessen en Groenlandia e Islandia, donde 100 gramos cuestan en torno a 10 dólares.
Su sabor podemos imaginarlo. Es carne podrida. El paladar no se acostumbra a su fuerte sabor las primeras veces que se consume, aunque se coma acompañado de pan de cebada o aguardiente, como es habitual. Los que ya lo probaron recomiendan taparse la nariz antes de dar el primer bocado, para ahorrar a nuestro delicado olfato la dudosa experiencia de oler el pedazo de carne podrida antes de masticarla. Y pese a todo sigue consumiéndose, aunque hoy no haga falta llegar hasta extremos como este para aportar proteínas al cuerpo. Sus vendedores aseguran que la carne de tiburón boreal aporta proteínas, pero también omega 3 y numerosas vitaminas que facilitan la digestión y fortalecen nuestro sistema inmunológico.
¿Y tú, probarías un tiburón podrido de 500 años? ¿O irías directo al aguardiente?
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