PINTURA
Cuadro de la semana: Doña Juana la Loca
Francisco Pradilla consiguió mostrar con la suavidad de su pincel una de las escenas más despiadadas de la Historia española
Trasteando entre las películas del televisor, zapeando a través de las redes sociales, leyendo una novela al azar o repasando las vidas de los grandes genios artísticos de la Historia, casi recibimos la impresión de que una condición sine die para ser un gran pintor, un gran artista que digamos, consiste en llevar una vida rocambolesca, excéntrica, cargada de intensas emociones. Allí están para demostrarlo Dalí, Picasso, Van Gogh, Hemingway, Bukowski, Scott Fitzgerald, Kurt Kobain (prácticamente cualquier músico), los actores estrambóticos de Hollywood. Se trata de una de las milongas que nos hemos tragado. Por alguna razón extraña la imagen del artista viene acompañada de vicios estremecedores, pasiones de telenovela, dramas inmortales.
Francisco Pradilla (1848-1921) acude al rescate para borrar cualquier cliché sobre los artistas, demostrando que basta con ser uno mismo, aunque la personalidad sea pausada y apasionada en exclusiva a la hora de dar vida al pince, para posicionarse como uno de los mejores pintores españoles de nuestra Historia reciente. Su exquisito don artístico y su fina capacidad para representar importantes escenas de nuestro pasado suplían con facilidad la necesidad de crearse un personaje de película.
El artista
Francisco Pradilla no estaba destinado a ser un importante pintor. Nacido en el seno de una familia humilde, sin dinero ni tiempo para gastar en los estudios superiores, consiguió entrar de joven como aprendiz en el taller zaragozano del pintor y escenógrafo Mariano Pescador. Fue él quien convenció a Pradilla para que se decidiese a cursar los estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Luis. Aun sin haber salido hasta entonces de su Zaragoza natal, nuestra joven promesa decidió arriesgarse y escuchar a su mentor, se presentó en Madrid para cumplir el sueño y al año siguiente de su llegada, ya destacaba como joven promesa en el panorama artístico español, suscitando el interés de importantes personajes. Combinó sus estudios con trabajos como ayudante en los talleres de los escenógrafos Augusto Ferri y Jorge Busato, aconsejado por el director de la Academia Española en Roma, José Casado del Alisal.
En su tercer año de pensión, con la sorprendente edad de 29 años, consiguió pintar el cuadro que venimos a tratar hoy, Doña Juana la Loca, con el que consigue ganar la medalla de honor de la Exposición Nacional de 1878 y también la medalla de honor en la Sección Española de la Universal de París, Viena y Berlín. El éxito de Pradilla parecía asegurado tras este primer triunfo.
Al poco tiempo le fue encargada por el Senado una obra que inmortalizase la famosa rendición de Granada. Así nació su Rendición de Granada, conocida en el mundo entero. Que, pese a considerarse una pintura de menor categoría que Doña Juana la Loca, cumplió con creces las expectativas del órgano legislativo y esparció su fama al ámbito de las artes internacionales. Poco después fue nombrado director de la Academia Española en Roma, siguiendo muy de cerca los pasos del mentor de su juventud, José Casado del Alisal. Un cargo que duró nada más que ocho meses, después de que Pradilla advirtiera que las obligaciones burocráticas de su nueva oficina le separaban irremediablemente de su único interés terrenal, esto es, pintar, y decidido a no perder su valioso tiempo prefirió continuar su vida en Roma con el único objetivo de crear, empapar el pincel, observar. Ser artista, en definitiva, con su barba oscura bien recortada y las gafas redondas equilibradas sobre el puente de su nariz. Y fueron los años más felices para el pintor, que terminaron abruptamente cuando su merecida fama le llevó a ser nombrado director del Museo del Prado en 1896, en Madrid, obligándole a abandonar Roma para hacerse cargo de una institución que por entonces recibía fuertes críticas relacionadas con el mal estado en que se guardaban las obras y uno o dos escándalos de corrupción por la venta de pinturas a galerías francesas.
De su periplo en el Museo del Prado nos llegan unas líneas escritas por el propio Pradilla: “aquello es un semillero de disgustos, porque entre unos y otros queda reducido el tal cargo a una especie de maestro de casa pobre y ruin”. Dos años después de aceptar el dudoso honor, Pradilla abandonó su puesto en el Prado y se juró a sí mismo que nunca volvería a servir los intereses de terceros, después de las decepciones que supusieron la Academia Española y el Prado. Se encerró en un pequeño estudio en Madrid, alejado de cualquier compromiso social, y dedicó los años restantes de su vida a pintar algunas de las obras más hermosas, más oscuras y veraces de la pintura española. Entre las que destacan El rapto de las sabinas, El suspiro del moro y La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina.
El contexto de la obra
Nunca sabremos con exactitud por qué murió Felipe el Hermoso. Unos aseguran que bebió un vaso de agua demasiado frío tras un agotador juego de pelota, y que este contraste entre frío y sudor resultó fatal para él, postrándole en una cama y matándole pocos días después. Pero yo siempre pensé que Fernando el Católico, harto de las conjuras y burlas de su yerno, decidido a salvaguardar el legado que él y su esposa Isabel habían construido para la futura España, organizó los asuntos pertinentes para deslizar unas gotas de preciado veneno en la bebida del belga.
En cualquier caso, Felipe el Hermoso murió joven, y su belleza se marchitó bruscamente en el brevísimo tiempo que tarda un cuerpo en descomponerse. Lejos de alegrarse porque su tirano marido - que la encerraba semanas enteras en su alcoba, la golpeaba y la engañaba con terceras a ojos del público - se había marchado para siempre, su esposa Juana I de Castilla, a la que nosotros conocemos por el triste sobrenombre de Juana la Loca, dio el último paso hacia el acantilado de la locura con la muerte de Felipe. Son de sobra conocidos su encierro de cuarenta y seis años en Tordesillas, las conjeturas sobre el grado exacto de su locura, las traiciones de su padre Fernando y su hijo Carlos V... y el largo periplo que tuvo que sufrir hasta enterrar a su marido en Granada, como era su voluntad.
Durante un periodo de ocho meses, mientras su padre, el Cardenal Cisneros y la nobleza castellana tramaban para apartarla del trono, la dolorosa reina de Castilla participó en un tétrico cortejo fúnebre por los campos de su tierra. Ocho meses donde, acompañada por decenas de damas de compañía, nobles y escuderos, vagabundeó como un fantasma en vida sin interesarse por nada que no fuera ese féretro oscuro. Cuentan que cada pocos kilómetros, pedía a la comitiva detenerse para abrir el ataúd de su marido. Así pasaba largas horas ensimismada mirándolo, resistiéndose a creer que había muerto.
La obra
En esta obra fantástica podemos encontrar a Juana en un primer plano, observando con la mirada perdida el féretro de su esposo, completamente ajena al mundo que le rodea y a la impaciencia tangible de sus acompañantes. Los acompañantes están cansados. Tras varios meses de duro caminar, desean regresar a sus casas y palacios para ocuparse nuevamente de sus asuntos, mucho más importantes que velar por un monarca difunto que nunca les importó demasiado. Basta con mirarlos para comprenderlos. En un tercer plano, reunidos junto al árbol desnudo, un grupo de nobles conversan, indiferentes a la piadosa escena. Más cerca de Juana esperan otros pocos, unos con el gesto fruncido de pura desidia. Las damas que olvidan el decoro para sentarse como chiquillas en el suelo, adoptando un gesto soñador (¿sueñan con un techo, una habitación caliente, sus esposos, sus amantes aguardando en casa?) se resignan a cumplir los designios de su señora sin rechistar, aunque cansadas pese a todo.
El cielo grisáceo y la fogata en llamas nos dan a entender que la comitiva atraviesa por entonces los meses de otoño, y quedan lejos los días en que caminaban alegremente bajo el suave sol veraniego. Juana está loca, sus ojos no mienten. Parece decirse, pensativa, la dama sentada junto al fraile de cogulla blanca. Y Juana clava su mirada en la caja de madera negra, procesando su dolor.
Esta exquisita obra de 340 cm × 500 cm, ejemplo clásico del romanticismo español y madre de numerosas réplicas que se realizaron durante los años posteriores a su creación, puede encontrarse hoy en la exposición permanente del Museo del Prado, en una curiosa paradoja si la comparamos con el distanciamiento que puso Pradilla respecto a esta institución. Pese a lo triste de la escena, que roza el histerismo, sorprende la habilidad de su autor a la hora de amoldar la simetría de los personajes, perfectamente situados a lo largo del lienzo pero dando espacio al tenebroso paisaje otoñal para respirar con su frialdad habitual.
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