América Latina
Atrapados por la pandemia, los migrantes exigen mejor vida
Los migrantes varados en Panamá saben que Estados Unidos suspendió el proceso de asilo en su frontera sur, aún así exigen que los dejen continuar su ruta para intentar ingresar a esa nación
(AP). Duperat Laurette huyó de Haití tras el potente terremoto que azotó a su país en 2010.
La haitiana, de 45 años, estuvo primero en República Dominicana y luego en Chile. De ahí partió a Panamá con el fin de enfilar hacia los Estados Unidos en busca de trabajo para ayudar a sus 14 hermanos y a su anciana madre que dejó atrás.
Pero el coronavirus detuvo su travesía.
Panamá, considerado un punto de tránsito para prácticamente todos los migrantes que se dirigen desde Sudamérica hacia Estados Unidos, cerró sus fronteras el 16 de marzo en un esfuerzo por contener la propagación de la pandemia.
Casi 2.000 migrantes, en su mayoría haitianos y un puñado de cubanos, africanos y asiáticos, quedaron atrapados en campamentos en la selva de la provincia de Darién, en la frontera sur con Colombia. Otros 500 permanecen en una zona panameña limítrofe con Costa Rica.
Ellos son apenas algunos de los cientos de miles, quizá millones, de migrantes varados en diversos países alrededor del mundo por el cierre de fronteras durante la crisis sanitaria. Miles de trabajadores de toda Asia quedaron atrapados fuera de Nueva Zelanda cuando ese país cerró sus fronteras. Otros más se quedaron en los aeropuertos de Moscú. También han quedado en condiciones de desamparo en el desierto del Sahara después de ser expulsados sin previo aviso de los centros de detención de Argelia y Libia.
Los migrantes varados en Panamá saben que Estados Unidos suspendió el proceso de asilo en su frontera sur, pero de todas maneras exigen que los dejen continuar su ruta para intentar ingresar a esa nación de alguna manera. No aguantan prolongar más su confinamiento, al tiempo que rechazan la posibilidad de retornar a sus países con ayuda internacional.
Laurette y su esposo emergieron de la peligrosa jungla del Darién hace siete meses y no han podido avanzar desde entonces. Figura entre un grupo de 200 migrantes en Lajas Blancas, a donde llegó de otro campamento situado en la cercana aldea indígena de Peñitas.
Estando en los campamentos la llevaron a un hospital con dolores de estómago. Los médicos le diagnosticaron un fibroma que le ha ocasionado pérdida de peso.
“Me llevaron al hospital para operarme, pero nunca lo hicieron”, aseguró Laurette. “Dijeron que no había espacio para la operación, el hospital está lleno de casos de COVID-19”.
Aun en esas condiciones, ella y su esposo rechazan el ofrecimiento del gobierno de Panamá de facilitar un retorno voluntario. Muchos de los migrantes dejaron sus países de origen hace años y no se imaginan regresar.
“Sigo enferma, no sé que voy a hacer”, dijo Laurette en “creole”, su lenguaje nativo.
La tensiones han aumentado en Lajas Blancas, pero también en Peñitas, donde a inicios de agosto algunos de los aproximadamente 1.100 migrantes que se encuentran allí incendiaron presuntamente algunas carpas con insumos médicos. Ocho migrantes están encarcelados por esos actos y podrían ser deportados.
“Sabemos que hay una enfermedad muy fuerte afuera”, señaló Jean Bernadeau, mientras levantaba a una niña para mostrar las ronchas por las picaduras de mosquitos en sus piernas en Lajas Blancas. “No nos podemos quedar aquí para siempre”.
El flujo migratorio a través de la jungla del Darién ha sido constante durante más de una década, y es la primera vez que Panamá lo detiene, forzado por la emergencia sanitaria mundial.
“La pandemia ha sido una situación muy difícil para todos nosotros y más para gente que tiene su objetivo de circular y llegar a su destino y que han atravesado una de las selvas más peligrosas que puede uno pensar cruzar en condiciones que han sido muy complicadas”, señaló a The Associated Press el jefe de Misión de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Panamá, Santiago Paz.
Entre 2015 y 2016, Panamá enfrentó un flujo masivo de cubanos que buscaban llegar a los Estados Unidos aprovechando una política de ese país que los favorecía. Esta situación obligó a las naciones centroamericanas a ayudar a transportar a los migrantes en parte de su ruta.
A inicios del año pasado se dio un repunte en el flujo de haitianos, africanos y asiáticos, que obligó a un acuerdo entre Panamá y Costa Rica para dejarlos pasar.
La mayoría de las personas atrapadas ahora en Panamá abandonaron Haití después del devastador terremoto de hace una década. Muchos marcharon a Brasil y Chile donde consiguieron trabajar y ahorrar dinero para la dura y larga travesía hacia Norteamérica.
“Soy la única de la familia que salió de Haití para buscar trabajo”, afirmó Laurette.
En Lajas Blancas los migrantes viven en una zona cubierta de hierba a orillas de un río de aguas marrón. Debido a la nueva ola migratoria registrada a inicios del 2019 se habilitaron allí un conjunto de carpas de lonas con baños portátiles. Las personas se ponen en cuclillas para preparar su comida sobre fuegos de leña.
Llegar hasta allí desde la población de Metetí, adonde la policía de fronteras tiene su base, supone un recorrido de media hora o más en vehículos por una sinuosa carretera.
“El problema siempre aquí es que tenemos muchos niños, mujeres embarazadas”, afirmó Bernadeau, quien llegó al Darién tras un viaje por carretera desde Chile, donde vivió casi cinco años y logró reunir 4.000 dólares para la travesía. “Aquí nosotros vivimos como personas presas en la cárcel”.
Los migrantes pueden desplazarse libremente por el campamento, pero no pueden salir de allí porque las entradas son vigiladas por la policía de fronteras.
Jean Edoly, un haitiano de 30 años, está en Lajas Blancas con su esposa y sus dos hijas, de 2 y 1 años, nacidas en Chile. “No nos alimentan bien, nos alimentan como perros”, se quejó.
Panamá asegura que busca darle un trato humanitario a los migrantes y ha construido, con ayuda del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y otros organismos, un nuevo campamento en una zona de Metetí, apartado de los pobladores. Allí trasladará en los próximos días a 400 migrantes, especialmente a familias con hijos pequeños. El 30% de los migrantes son menores de edad, según el gobierno.
“Panamá les pide a ellos calma, ya hemos pasado más de seis meses, ya lo que queda es poco, ya se ve una luz en el camino”, señaló a la AP el ministro de Seguridad Pública de Panamá, Juan Pino, durante una gira reciente al lugar. “El tránsito de ellos, si todo sale bien, puede reiniciar en un momento dado que las normas sanitarias (lo permitan)”.
Panamá ha reportado hasta ahora más de 97.500 casos de coronavirus y 2.099 decesos. En las últimas semanas los contagios se han estabilizado y las muertes han disminuido. El gobierno anunció un plan para permitir la reapertura de más actividad económica y el levantamiento de las restricciones de movilidad a partir de la segunda semana de septiembre.
Los contagios entre los migrantes no superan los 10 casos, según Pino. En los campamentos, los migrantes andan sin mascarillas y no cumplen el distanciamiento social.
Panamá propuso a inicios de agosto a los haitianos un retorno voluntario a casa con la asistencia y acompañamiento de la OIM, pero el ministro Pino admitió que la mayoría no quiere regresar a casa.
“Eso va a ser imposible”, señaló el haitiano Jean Edoly.
“Nosotros tenemos un destino, tenemos un sueño para cumplir... salimos muy lejos, salimos de Chile, salimos de República Dominicana, salimos de Brasil, Ecuador, África; queremos dar una mejor vida para nuestros hijos”, señaló.
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