Confinamiento con niños
Diario de una cuarentena con niños: Día 28
En el balcón, la vida es un poco menos agresiva y hasta saludas a gente en las casas de enfrente
Dios mío, hemos perdido un mes encerrados ya o debería decir que hemos ganado un mes. Sinceramente, me da igual lo que deberíamos decir, yo creo que lo hemos perdido miserablemente y punto. Quizá deberíamos perder cosas más a menudo, eso es cierto. Si el método Marie Kondo tiene razón, no hay motivo para que haya doce meses, con tres serían suficientes para almacenar sentimientos y recuerdos duraderos. Los demás, a la basura. Quizá Marie Kondo está disfrutando como una loca en este confinamiento. Mi momento preferido del día ha sido imaginar a Marie Kondo loca, no sé por qué.
Hemos tardado, pero para que los niños no pierdan vitamina d, los hemos sacado unas horas al sol. Cada tarde los dejamos en el balcón y juegan allí hasta que se hace de noche. Ellos están encantados, porque es como salir al patio, si este tuviese un metro cuadrado y estuviese prohibido correr y saltar. En serio, saco la mano y me sobra un dedo, pero dos niños caben, así, en vertical, y se lo pasan pipa. La verdad es que sea lo pequeño que sea, en estos momentos es un lujo y no hay queja alguna. Si, sólo una, me gustaría ver a Marie Kondo loca sentada en una silla, eso lo mejoraría.
Hasta hace poco, en la terraza de al lado, estaban nuestros amigos argentinos, fumando y poniendo reguetón, con lo que era un agobio intentar relajarse y leer un poco mientras el sol de la tarde te tocaba en la nunca. Así que urdimos un plan maléfico para ganar este espacio para nosotros, pusimos a los niños a jugar en el balcón. Ah, amigo, pueden hacer todo el ruido que quieran, que no podrán nunca con dos niños pasándolo pipa, con risas histéricas y gritos que llevarían al espanto y al horror a todos los millenials del mundo. Los padres, mientras tanto, hemos alcanzado cierta inmunidad por sobre exposición a ese ruido, y lo aguantamos. En dos días, ese espacio ya era sólo para nosotros.
En realidad no ha sido así, todos somos muy educados en este bloque de pisos, pero si no lo fuéramos, ganaríamos seguro. “Qué haces, Camila, todos mis barriguitas enseñan el culo”, ha gritado Pablo, harto que su hermana le saque sus cosas y entonces ha empezado con sus recriminaciones normales, “¡eres una mandona, te odio!”, y se ha ido llorando levantando por alguna razón mucho las piernas al caminar. La furia, en los niños, marca mucho más los gestos, como si expresasen su tensión con todo el cuerpo. SI los adultos reaccionaran igual, el mundo sería el sitio más divertido y ridículo del mundo.
“Ala papá, no hicimos la palma”, ha dicho al final Camila y yo le he dicho que se acabó, que podemos simular que el mundo no ha cambiado, pero que no voy a coger un paraguas y pasearme por el piso como si fuese el domingo de ramos. Luego, claro, lo hemos hecho, porque somos así, simuladores. Me pregunto si hay alguna diferencia en ser padre o simular ser padre. A mí me parece que no, así que he abrazado un melón y le he dicho a Carmen, mi mujer, que acabamos de tener un tercer bebé. Ella ha simulado que le hacía gracia y para mí ha sido suficiente.
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