Historia
El impuesto medieval que sobrevive en Cataluña y Baleares
El alodio es el estado en el que el titular afirma el derecho a la tierra por la gracia de Dios y el Sol
Decía Benjamin Franklin que no hay nada tan seguro en esta vida como la muerte y los impuestos. No le faltaba razón. Los impuestos son indisolubles a la condición humana. Existían en el antiguo Egipto, en Mesopotamia, en la Grecia clásica o en la China imperial. Incluso en la Biblia ya aparecía un impuesto tan arraigado como el diezmo, que fue dado por Abraham al sacerdote Melquisedec en acción de gratitud. La cosa no ha cambiado. Y salvo los Emiratos Árabes Unidos, en los que no existe impuesto sobre la renta, basta con mirar la nómina cada mes para asumir el aforismo de Franklin. España, obviamente, tampoco ha sido ajena y, tras la caída del imperio romano, con visigodos o sin ellos, empezó a instaurar sus primeros impuestos.
Entonces, sin embargo, los impuestos sonaban mejor. Alguien se preocupó de que no resultaran tan tremendamente antipáticos como, por ejemplo, impuesto sobre la renta de las personas físicas, como si pudieran ser espirituales. Así, existía la alfarda, el pago por el aprovechamiento del agua (acequias, canalizaciones…); el almojarifazgo, impuesto aduanero que se pagaba por el traslado de mercaderías que ingresaban o salían del reino de España o que transitaban entre los diversos puertos (peninsulares o americanos), equivalente a los actuales aranceles; la fonsadera, para financiar los gastos de los reyes ocasionados por las guerras; las banalidades, pago en especie por el uso de «instalaciones» del señor, como el molino o el horno; o los portazgos, un impuesto que se exigía en las puertas de las ciudades y villas principales del reino y que gravaba las mercaderías que los forasteros introducían en ellas para su venta. Puestos a pagar, se hacía al menos en romano paladín.
Pues bien, uno de estos impuestos ha sobrevivido, con algunas variaciones, hasta nuestros días. El alodio, de latín medieval, “propiedad total”, es el régimen de propiedad de bienes inmuebles, generalmente tierras, en el cual el propietario tiene el dominio completo sobre ellas, es decir, tanto el directo como el de uso. El concepto de propiedad alodial es, por tanto, opuesto al de propiedad feudal, en la cual un señor cede al vasallo el uso de un feudo a cambio de una serie de cargas y prestaciones. La tierra alodial se describe como territorio o estado donde el titular afirmó el derecho a la tierra por la gracia de Dios y el sol. En la Edad Media el propietario del alodio obtenía éste por medio de una herencia -que pasaba de generación en generación- y estaba exento de pagar impuestos o prestaciones señoriales al señor feudal.
El impuesto de la la discordia
Tanto el derecho civil catalán como el mallorquín recogen este impuesto, aunque con pequeñas variaciones. En Mallorca se denomina alodio a una carga constituida sobre las fincas por la cual debe abonarse al titular del derecho un laudemio con cada transmisión de la finca gravada. Dicho laudemio puede consistir en una cantidad concreta (de dinero o cualquier otro tipo de bienes) o en un porcentaje en el precio de la transmisión. Y ahí sigue. Poco importa que en Mallorca se recogieran miles de firmas hace unos años contra el gravamen.
En Cataluña al alodio se le conoce como censo enfitéutico o enfiteusis. El impuesto no establece la diferencia entre dominio útil y dominio directo, únicamente existe obligación de abonar cantidades al titular del derecho en caso de transmisión y no periódicamente. Heredera del derecho medieval, en España la enfiteusis se presentaba bajo otras formas feudales como el solariego o el foro, que, en teoría, desaparecieron a finales del siglo XIX. En este caso, en concreto, en 1837 se derogaron las leyes de señorío y los censos feudales, pero se abrió una excepción para los pertenecientes a los señores jurisdiccionales. La normativa más reciente que regula los censos enfitéuticos es el libro 5.º del Código Civil de Cataluña de 2006. Los censos no son perpetuos, es decir, que se pueden “redimir” o eliminar. Para ello, hay que abonar una cantidad. Es decir, se paga una vez y el censo queda extinguido.
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