
Opinión
Leer para descubrir quiénes somos
Solo las grandes plataformas de entretenimiento salen ganando de esta “desposesión”

La frase con la que termina Peter Sloterdijk su emblemática conferencia «Normas para el parque humano» («Regeln für den Menschenpark») reza así: «Se impone la opinión de que nuestra vida es la confusa respuesta a preguntas que hemos olvidado dónde fueron planteadas». Algo así como si por una especial amnesia viviéramos en un mundo que es el fruto modelado a través de respuestas dadas a cuestiones que, gracias a la eficacia de esas mismas respuestas, hubiéramos ya olvidado. El éxito mismo de la respuesta hace desaparecer hasta el olvido el problema originario. Y con este olvido del problema original solventado, nace el riesgo de empezar a trivializar las respuestas, a «jugar» con otras posibilidades, de frivolizar su valor; el riesgo, en definitiva, de considerar estas respuestas como pura antigualla caprichosa del pensar rancio y pretecnológico de nuestros progenitores y antepasados.
Esta actitud está en la base de la involución de las culturas. Cuando en 1997 (Basilea) y 1999 (Baviera) Peter Sloterdijk pronuncia esta conferencia, una conferencia que contribuirá a situarlo como autor relevante en el mapa de la filosofía contemporánea, es consciente de estar pulsando uno de los núcleos más importantes de la dinámica de las instituciones: el olvido de sus orígenes, la amnesia de las preguntas que las han originado. Este olvido es capaz de explicar los vaivenes de la historia, y ha hecho sentencia común aquella que escribiera en inglés el filósofo español George Santayana, afincado en Harvard (1863-1952): «Those who cannot remember the past are condemned to repeat it» («The Life of Reason: The Phases of Human Progress», 1906). ¿Les suena? «El que no recuerda su pasado está condenado a repetirlo». Una frase que, con toda probabilidad, ya el mismo Santayana heredó de sus antepasados como noción básica e importante.
Dice Sloterdijk, en esta misma conferencia, que los libros canónicos que dieron lugar a la cultura que vivimos han dejado de reposar en las mesillas de noche, han dejado de estar en las estanterías en las que celebramos nuestro día y se han sumergido en la atemporalidad de los archivos de las bibliotecas, en los que acumulan polvo y de los que «raramente» algún archivero investigador los rescata cuando baja a las profundidades que albergan antigüedades textuales con el afán de saber qué respuestas se dieron a cuestiones actuales. Entretenidos con best sellers y series online, vamos arrinconando los textos fundamentales que dieron origen a nuestra cultura hasta olvidarlos completamente.
No vayan a pensar que la culpa de todo la tiene nuestro afán por entretenernos. No, la tormenta es perfecta. Al esfuerzo que nos exige la lectura de un clásico es preciso añadirle el hecho de que se constata una disminución progresiva de nuestra capacidad lectora. La creciente dificultad para comprender textos se detecta en los colegios desde hace años. Últimamente, el informe PISA de 2022 y el Education and Training Monitor de 2024, elaborado por la Comisión Europea, evidencian el preocupante declive en las habilidades básicas de lectura, con retrocesos y una mayor proporción de estudiantes de primaria y secundaria por debajo del nivel mínimo de comprensión lectora. Pero las cosas no van mejor entre los estudiantes universitarios. Son pocos los que desarrollan la comprensión crítica y organizativa de los textos; algunos estudios hablan tan solo de un 22 %. Así las cosas, textos clásicos fundamentales, aquellos que conservan esas preguntas originales que originaron nuestra respuesta cultural, son inaccesibles, opacos, difíciles, nada atractivos. La misma Biblia, texto básico de la tradición judeocristiana y de buena parte de la manera occidental de pensar el mundo, se hace inaccesible a los propios cristianos. Un anticristiano como Nietzsche la comprendía mucho mejor que la mayoría de nuestros universitarios, incluso mejor que muchos universitarios que se consideran a sí mismos cristianos y practicantes.
Esta desposesión de la tradición cultural es, sin duda, un empobrecimiento. Solo las grandes plataformas de entretenimiento salen ganando de esta «desposesión». Ante el desconocimiento popular, se recrean una y otra vez, se repiten y adaptan los clásicos de aquí y de allá. En el sumo de la originalidad, se cuentan al revés o con nuevas perspectivas de género. Parece que se ha agotado aquel tesoro que enmudeció la lira del poeta… Y en este olvido nos desconocemos, y como nos desconocemos, no nos conocen. Somos puro branding comercial, potenciales consumidores, y nos definen las mismas franquicias en todo el mundo. Y cuando reparamos en esta domesticación, no es de extrañar el regreso de los nacionalismos, de la turismofobia, de este querer evitar que nos conviertan en un «parque temático». Lo peligroso es que solo nos identificamos por el ser «anti»: somos los «anti» Israel, los anticapitalistas, los anticasta, los antidemócratas, los antiinmigración… Lo lamentable es que no sabemos positivamente lo que somos, y sin eso, vamos a la deriva de todo pensamiento ideológico que acierte a dar con lo que no queremos ser.
No sabemos quiénes somos porque no leemos, desconocemos profundamente las preguntas que responden los textos fundamentales de nuestra cultura. Y sin identidad, no puede haber diálogo. Leer, pensar, hablar, dialogar… ¡Qué gran vacuna contra el anonimato! Verbos que son la proteína de la búsqueda de nuestra identidad. Me consuela el verso de Bécquer: quizás no haya poetas, creadores, pero siempre habrá poesía para el que la busca en la profundidad de las personas, de las cosas y de los clásicos.
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