Opinión

Una sonrisa contra el “dividualismo”

La lucha contra este “dividualismo” requiere del saber acoger al otro con una sonrisa. Quizás sea este el germen sanador de toda comunidad que sobrevive a los envites de los tiempos.

Familias por las calles del centro de la ciudad. © Alberto R. Roldán / Diario La Razón. 03 08 2025
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Entre las “heridas” ocasionadas, suponemos accidentalmente, del que prefiero considerar como “fuego amigo” de la revolución tecnológica, nos encontramos con un patente “individualismo” que campea rampante en todas nuestras comunidades.

No se salva, es obvio, el Estado; pero tampoco se salva la familia, ni ninguna de las instituciones intermedias. En castizo: la percepción de que cada cual va “a su bola” y de que a nadie le preocupa ni un ardite lo común, el bien común, se extiende como una especie de argumento legitimador de un “sálvese quien pueda” y de un “que arree el que venga” que son causa de lo que Fabrice Hadjadj en La suerte de haber nacido en nuestro tiempo denomina “dividualismo”, esto es, el proceso de división e implosión interna de la vida en sociedad.

Las nuevas tecnologías, sostiene Hadjadj, aportan al individuo la falsa apariencia de autosuficiencia y de que la comunidad es algo molesto e incluso prescindible. La “fisicalidad” de lo comunitario, el contacto digamos “analógico” con los demás, se presenta como una carga con la que es preciso lidiar cotidianamente: un enemigo de mis quehaceres, del interés propio, de mis deseos, de mis sueños. Los demás son percibidos como obstáculos que deben vencerse para llevar a cabo los objetivos personales. Nos interesamos en ellos con sentido utilitario: en tanto posibles herramientas, puros medios para satisfacer nuestros deseos.

La pandemia contribuyó enormemente al descubrimiento de la potencialidad de la tecnología para trabajar online, desde casa. Y no es de extrañar que, desde entonces, estas prácticas no hayan hecho más que extenderse en el tiempo y en el espacio. La cuestión es que de las muchas maneras que tenemos de deshumanizarnos está la de perder de vista el rostro de los que nos rodean. Y cuanto más pantallas y elementos mediáticos se interpongan en la relación entre dos “yoes”, más distancia, más “dividualismo”, más soledad.

La máquina nos está contagiando su apatía esencial. Acabamos por no saber leer en el rostro del otro su desánimo, su desencanto, sus ilusiones, sus frustraciones… Nos volvemos insensibles a sus quejas y a sus anhelos. Nos distanciamos incluso de aquellos que viven físicamente cerca de nosotros. Los vemos con la misma distancia con la que se ve el hambre en Gaza, o el devastador efecto de un terremoto en Kamchatka: a la misma distancia mediática. “El otro, señala Michel Onfray en la Puissance d’existir, y no como para apiadarse, sino como apóstol del maquinismo, no es un rostro, sino un conjunto de señales activas en un entramado neuronal”. Circuitería, en suma, tan inhumana como la fibra óptica: meros inputs digitalizables.

Así las cosas, el mundo, el entorno significativo en cada uno encuentra su sentido, es un infierno insufrible. Evitar la exposición a la mirada del otro es el mantra sartriano, e internet la caverna en que llevarlo a cabo; un lugar en el que mirar sin ser visto, en el que navegar sin exponerse, sin mostrar el rostro, porque mostrar mi avatar es enseñar mi máscara, no mi rostro. Es el reinado de la indiferencia. Nos volvemos indiferentes a los demás, y ellos se vuelven indiferentes a nosotros; nos separamos de ellos, nos aislamos en una cueva mediática con aislamiento más hermético que un silo nuclear. Ríanse de la clausura de la cartuja; el cartujo nunca está ni estuvo solo.

La lucha contra este “dividualismo” requiere del saber acoger al otro con una sonrisa. Quizás sea este el germen sanador de toda comunidad que sobrevive a los envites de los tiempos. Esas pequeñas comunidades en las que todavía es posible el conocimiento persona a persona, y en el que hay espacio para el diálogo, la celebración, y el acompañamiento en la adversidad.

La protección de estos entornos debería ser una preocupación política de primera magnitud, porque sin esas comunidades el mundo ya no se considera “una constelación de rostros, dice Hadjadj, sino una masa que modelar, una clientela potencial con la que hacer caja”. Confieso que a veces tengo envidia del oso panda gigante, o del tigre de Bengala, de la ballena azul o de la ballena jorobada… Son comunidades protegidas por el hombre. No sé por qué tardamos tanto en declarar al ser humano como “especie protegida”.