Miedo climático

Se están preparando para el fin del mundo: las personas más ricas del planeta ya tienen sus bunkers

Mientras venden al mundo las bondades de la inteligencia artificial, los grandes gurús de Silicon Valley se preparan en secreto para el apocalipsis: búnkeres, armas y pasaportes para escapar de su propia creación

Sam Altman es el fundador de la compañía estadounidense OpenAI
Sam Altman es el fundador de la compañía estadounidense OpenAIDifoosion

La inteligencia artificial generativa ya está aquí, y sus efectos son de todo menos utópicos. Lejos de las promesas de un mundo mejor, lo que está generando es una confusión digital sin precedentes. La línea que separa la verdad de la mentira se ha vuelto peligrosamente borrosa, inundando la red con contenidos sintéticos que amenazan la confianza y la estabilidad social en todo el mundo.

De hecho, el impacto de estas tecnologías va más allá de lo colectivo y se adentra en el terreno más íntimo. Los asistentes conversacionales, los populares «chatbots», están dejando un rastro de problemas muy tangibles en la vida de la gente. Se han documentado casos que van desde la pérdida de empleos hasta divorcios, pasando por graves crisis personales derivadas de una interacción intensiva con estas herramientas. Esta intrusión en la esfera personal podría intensificarse con avances como el desarrollo de implantes capaces de leer los pensamientos más profundos, desdibujando aún más la frontera de la privacidad.

Además, el coste de esta revolución tecnológica no es solo humano. El entrenamiento de estos complejos modelos de inteligencia artificial tiene un descomunal coste medioambiental, consumiendo cantidades ingentes de agua y energía. A esto se suma la amenaza, cada vez más real, de una automatización que podría destruir millones de puestos de trabajo, una preocupación que, tal y como han publicado en Futurism, crece en paralelo al desarrollo de la propia IA.

El pánico secreto de sus creadores

Lo más llamativo de este panorama es que el temor no solo anida entre los usuarios, sino también en el corazón de Silicon Valley. Los mismos que impulsan esta tecnología, como Sam Altman o Ilya Sutskever, han confesado en privado su pavor a una inteligencia artificial generalizada que escape a todo control humano. Un miedo que revela una profunda contradicción entre el discurso público y la inquietud privada. Esta ansiedad se fundamenta en la posibilidad de que estas entidades alcancen un nivel de cognición superior, un debate que se vuelve más complejo a medida que la ciencia redefine lo que creíamos saber sobre la consciencia.

Tanto es así que esta inquietud ha pasado de las palabras a los hechos. Varios magnates tecnológicos están preparándose para un posible colapso social. Mark Zuckerberg, por ejemplo, levanta un búnker subterráneo de casi 465 metros cuadrados en su complejo de Hawái. Por su parte, el inversor Peter Thiel se ha asegurado un pasaporte de Nueva Zelanda, una suerte de póliza de vida por si las cosas se tuercen en Estados Unidos. Estas precauciones reflejan una preocupación que va más allá de la IA, alineándose con predicciones más amplias sobre el futuro del planeta, pues según algunos estudios, el fin del mundo ya tendría una fecha estimada por la ciencia.

En definitiva, mientras se promueve una visión idílica del futuro, sus artífices se pertrechan para el peor de los escenarios. El propio Altman, uno de los padres de esta revolución, llegó a admitir que disponía de armas y oro para sobrevivir a un hipotético apocalipsis desatado por su propia creación. Una estampa que resume la gran pregunta del momento: ¿estamos ante los constructores de una utopía o ante los aprendices de brujo que han perdido el control?