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2001, la odisea espacial que cambió la historia del cine

Se cumplen 55 años de un filme que convirtió la ciencia ficción en un género adulto y que, además, adelantó la inteligencia artificial
Una escena de "2001: odisea en el espacio"
Una escena de "2001: odisea en el espacio"La Razón
La Razón

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Viajes regulares a la Luna, estaciones espaciales con todas las comodidades del diseño moderno, naves inmensas, capaces de recorrer sin peligro para sus tripulantes humanos, tranquilamente hibernados en animación suspendida, la enorme distancia que nos separa de Júpiter, el primer contacto con una inteligencia alienígena a la vuelta de la esquina (o del monolito)… Todo eso y mucho más, tendríamos que haber dejado atrás al penetrar en el siglo XXI y en el nuevo milenio.
«2001. Una odisea del espacio», pronosticaba en 1968 un futuro de superficies plásticas y metálicas impolutas, brillantes como el propio desarrollo tecnológico de la industria espacial. Un mundo abierto al cosmos, donde parecía como si la carrera por la conquista del espacio hubiera descongelado, al menos en parte, la Guerra fría, aunque el planeta siguiera dividido entre el poder de Estados Unidos y el de la Unión Soviética. Un planeta que, sobre todo, miraba hacia las estrellas, su destino. Siguiendo la imaginación de Arthur C. Clarke, experto en radar y telecomunicaciones consolidado como uno de los valores más rotundos de la literatura de ciencia ficción, aportando a la misma seriedad y rigor, Stanley Kubrick documentó y basó su fantástica odisea espacial en los conocimientos, datos y avances científicos y tecnológicos más exactos y ajustados a la realidad que existían entonces.
Chesley Bonestell, el padre del moderno arte espacial, colaborador de Werner von Braun, fue contratado para realizar bocetos e ilustraciones. Kubrick buscó inspiración en los filmes documentales producidos por la NASA, contratando a varios de sus realizadores y técnicos. Su asociación directa con un prestigioso autor como Clarke resultaría fundamental, pese a sus diferencias a lo largo del proceso de creación del filme. Ambos consultaron a Carl Sagan acerca de la mejor manera de retratar una inteligencia extraterrestre, sin caer en los tópicos antropomórficos habituales del género. Los efectos especiales, con Douglas Trumbull a la cabeza, fueron los más caros y realistas jamás vistos hasta entonces en una película de ciencia ficción.
Hasta los más mínimos detalles serían mimados por el director: los cubiertos que usan los astronautas fueron creados por el arquitecto y diseñador danés Arne Jacobsein, la decoración de la estación espacial se inspiró en diseños de mobiliario del finés Eero Saarinen y del francés Olivier Mourgue. Nada se dejó al azar. IBM fue consultada por Kubrick y Clarke para crear al inmortal HAL 9000. El rigor científico mandaba: en el espacio nadie puede oír tus gritos. En una industria cinematográfica que siempre había tratado la ciencia ficción con displicencia, dejándola para uso y consumo de adolescentes aficionados a monstruos gigantes y héroes espaciales (además de a hacer manitas en las butacas del cine de barrio o el coche del drive-in), 2001 lo cambió todo. La fábula cósmica de Kubrick sobre el siguiente paso evolutivo de la especie humana, hizo que el concepto de ciencia ficción que tenía Hollywood evolucionara también radicalmente.
De repente, la ciencia ficción se convirtió en un género adulto, espectacular, sí, pero sobre todo, inteligente, relevante. Detrás vendría una invasión de títulos como «El planeta de los simios», «Barbarella», «El hombre ilustrado», «Atrapados en el espacio», «Colossus». «El proyecto prohibido», «La amenaza de Andrómeda», «Solaris», «El último hombre… vivo», «THX 1138», «Naves misteriosas», «El programa final», «Cuando el destino nos alcance», «Sucesos en la cuarta fase», «Zardoz», «Rollerball», «La fuga de Logan», «Encuentros en la Tercera Fase»… Muchos de ellos, basados también en sendas novelas o relatos de autores serios de ciencia ficción. Todos, en cierta medida, hijos bastardos pero reconocibles de 2001.
Kubrick y Clarke habían cambiado el presente y el futuro del cine de ciencia ficción. También habían profetizado algo más: apenas un año después de estrenada su película, la quinta misión tripulada del Programa Apolo de la NASA, la Apolo 11, llevó al ser humano literalmente a la Luna. El 21 de julio de 1969, el comandante Neil Armstrong ponía su pie en la superficie de nuestro satélite. Era un pasito para él, pero uno enorme para la humanidad. O eso parecía.
Difícilmente hubieran podido imaginar Kubrick o Clarke que 55 años después del estreno de su película y veintidós desde que pasara ya la fecha fetiche de 2001, la carrera espacial sería cosa de grandes empresas privadas, más que una cuestión de estado. Que estaría más enfocada al turismo estelar y la hostelería galáctica que al descubrimiento de vida inteligente extraterrestre. O que se convertiría en el sueño delirante de fantásticos planes y conspiraciones para abandonar un planeta Tierra al borde del colapso, más en la línea de "Cuando los mundos chocan" o del "Moonraker" de James Bond que de las especulaciones futuristas de Clarke.
El brillante futuro, blanco, límpido y cristalino, representado por la nave Discovery One, por la base lunar Clavius o la Estación Espacial 5 de 2001, fue sustituido una década más tarde por las superficies grasientas, sucias y aceitosas de las entrañas de la Nostromo de «Alien. El octavo pasajero». Los ojos de los espectadores se cansaron de mirar a las estrellas y se posaron de nuevo en un planeta Tierra superpoblado, lluvioso y agobiado por ciudades contaminadas, asfixiadas por enormes edificios y estrechos callejones amontonados, donde pobreza y alta tecnología se dan la mano, mientras proliferan la desesperanza, el hambre y el crimen, bajo las pirámides aisladas de los nuevos faraones de la era postindustrial y digital. El futuro, no: el presente, pertenecía a Blade Runner y quizás hasta a La naranja mecánica, pero no a 2001.
Tampoco pertenecía a la ciencia ficción. Tras el hito de la odisea espacial de Kubrick, llegó el de «La guerra de las galaxias». De golpe y porrazo, el género retrocedió al estadio adolescente si no infantil de los tebeos de Flash Gordon y los seriales, disfrazando de alta tecnología las viejas fantasías compensatorias del pulp y las matinales de cine. El universo de Star Wars debía y debe más al wéstern, el Rey Arturo y sus caballeros, las películas de samuráis y los cuentos de hadas que a la ciencia ficción. Después vendrían «Matrix» y los superhéroes a rematarla. Con contadas excepciones, el reinado de una ciencia ficción espectacular pero adulta, literaria y trascendente, era otro recuerdo del futuro, tan lejano como el regreso a las estrellas.
El siglo XXI sigue esperando en vano el monolito. Hollywood no pertenece a los directores arriesgados que hacen avanzar el arte cinematográfico con atrevidas locuras millonarias como «2001», con su lisérgico final. El último gran movimiento dentro de la ciencia ficción, el ciberpunk de los ochenta y noventa del pasado siglo, lo vio claro: el futuro ya está aquí. Y es cosa del pasado. Porque sí hubo algo que Kubrick y Clarke predijeron con acierto: el amanecer de la Inteligencia Artificial.
HAL 9000, el personaje más humano de «2001», se convirtió de inmediato en modélico ejemplo de una era electrónica, robótica y artificial que, sin adivinar todavía su esencia digital y virtual, intuía ya su necesariamente trágica superación del paradigma humano. El descendiente apocalíptico de IBM creado por Kubrick y Clarke se erigió en una más, pero no una de tantas, sino quizá la principal, de las muchas advertencias con las que la ciencia ficción ha intentado, inútilmente, rescatar al ser humano de sí mismo. Pese a ser todavía una computadora y no un ordenador (es decir: un instrumento que computa, no que ordena, como ocurre hoy, cuando estamos a sus órdenes), HAL 9000 es tan culpable de asesinar a sus «amos» humanos, como víctima de estos, a la manera, por supuesto, del arquetipo ejemplificado por la criatura de Frankenstein.
El hecho de que en estos momentos sus descendientes –o mejor dicho: sus antepasados–, las IAs, se hayan convertido en quienes sustituyan, más temprano que tarde, a guionistas y pronto también a directores e incluso actores, quizá no responda a una todavía inexistente capacidad de decisión propia en esos ChatGPTs que nos invaden. De momento, están al servicio de las grandes empresas que los convierten en moda, objeto de consumo y fuerza de trabajo. Pero tiempo al tiempo. Si algo demuestra «2001» después de medio siglo, es que son siempre las peores profecías de la ciencia ficción las que se cumplen. Dudo que lleguemos a ver algún día el monolito. Pero HAL 9000 forma parte ya de nuestras vidas.
Los acordes y desacordes entre Kubrick y Clarke condujeron a que el segundo convirtiera el guion de «2001», que partía de su propio relato «El centinela», en una novela que difería a su vez en varios aspectos de la película. Esta decisión llevaría más tarde al escritor a retomar sus ideas y personajes en tres novelas más: «2010: Odisea 2» (1982), «2061: Odisea 3» (1987) y «3001: Odisea final» (1997). En ellas, Clarke continúa las aventuras de sus distintos protagonistas a lo largo del tiempo y el espacio, trazando una historia del futuro de la humanidad a la luz de su búsqueda de los creadores del monolito, introduciendo nuevos elementos tecnológicos, especulativos y filosóficos. De ellas, solo la primera sería llevada al cine, por el eficaz Peter Hyams, en 1984, con un estilo más convencional, tratando de evitar así comparaciones con la obra maestra de Kubrick. Quizá sea hora de que alguien introduzca en una actualización de ChatGPT todos los guiones y novelas de la saga, además de las biografías y escritos de Kubrick y Clarke: seguro que sale una película o, mejor aún, una serie, infinitamente superior al filme de 1968. Aunque, claro, quizá ChatGPT prefiera convertir en protagonista a HAL 9000.

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