Sección patrocinada por sección patrocinada

Troya

¿Conseguirá el British resolver el enigma de Helena de Troya?

Una gran exposición en Londres retoma la vieja discusión entre mito y realidad del poema de Homero y sus personajes

La bella Helena, el «casus belli» más inolvidable de la historia de la cultura, hizo que se cantara, desde lo antiguo a lo moderno, la más legendaria guerra de todos los tiempos. No solo por el resonante eco épico de sus combates y por las lecciones morales y estéticas imperecederas que nos dejó, sino, además, por aquella pasión amorosa que lo precipitó todo en la figura clave de Helena de Troya, «el rostro que lanzó al mar un millar de barcos», en la famosa cita del poeta Christopher Marlowe. El resto es leyenda, hacia el futuro y el pasado: desde el lejano episodio que da comienzo al ciclo en las bodas de Tetis y Peleo, la discordia por la manzana y el juicio de Paris, al rapto de Helena como chispa que prendió el conflicto y todas sus inagotables postrimerías que ahora recordamos a propósito de la exposición «Troya: mito y realidad» del British Museum de Londres.

Los antiguos griegos siempre creyeron, como ya sostiene Heródoto, que la historia que contaba Homero en la «Ilíada» estaba basada en hechos en verdad acaecidos, que Troya había sido asediada por el contingente aqueo comandado por Agamenón –con Aquiles como gran estrella de combate– y que había ardido hasta ser reducida a cenizas, como evocará el canto II de la «Eneida» cuando el exiliado Eneas lamenta ante su amada la noche de la catástrofe que tantos ecos dejaría.

Y es que la «Ilíada» de Homero, y la poco posterior «Odisea» atribuida al vate mítico, constituyen la base de la educación clásica que perduró gracias a la recepción latina y vernácula de la inmortal «materia troyana», la suma de argumentos en torno a la sacra ciudadela de Ilión. Desde que en el Medievo se perdiera el rastro de la ciudad real –que los antiguos griegos y romanos habían venerado con afán mitómano, como el propio Alejandro Magno–, se consideró que todo aquello quedaba en el nebuloso campo de la literatura.

Hasta que en el siglo XIX, Frank Calvert, cónsul de Estados Unidos e Inglaterra en el Imperio Otomano, fijara la mirada en la zona del estrecho de los Dardanelos. Fue precisamente el Museo Británico el que estuvo detrás del intento de Calvert de excavar la colina de Hissarlik, donde apuntaban los indicios que se podría encontrar la vieja Ilión, pero nunca llegaron los fondos para hacerlo. Años más tarde, en 1870, otro arqueólogo aficionado, el alemán Heinrich Schliemann, que había hecho fortuna en la Guerra de Crimea y la carrera del oro, consiguió lanzar una campaña de excavaciones en la zona y sacar a la luz no solo la vieja Troya sino varias Troyas que había superpuestas.

La historia de su descubrimiento supuso un aldabonazo en la cultura europea, como se ve en su impacto en la literatura y el pensamiento –en Nietzsche, sin ir más lejos–, y en la forma en que revitalizó a Homero para la erudición y la sensibilidad modernas. ¿E Inglaterra? Si la saga troyana había sido fundamental en su cultura, hay que imaginar el impacto que esto produjo entre el clasicismo y la educación humanística de la Inglaterra victoriana.

Como afirma George Steiner en su libro «Homer in English», aunque el mito nacional de los británicos fuera por excelencia la «materia de Bretaña», es decir, el ciclo artúrico, fue sin duda el imaginario homérico el que se convertiría en el centro de gravedad para la historia de las ideas estéticas en el mundo anglosajón. Desde la traducción de la «Ilíada» por Chapman en 1611 no han dejado de aparecer, una y otra vez, nuevas versiones homéricas en la lengua de Shakespeare como motor renovador de la literatura, como ya viera Borges.

Homero en el ADN

Por eso es enormemente simbólico que, por fin, en una genial vuelta de tuerca a la historia del descubrimiento de Troya y sus postrimerías, la gran institución se haya decidido a abrir una muestra sobre Troya, la primera en su historia. Se cierra así un círculo que empezó con esa falta de financiación a Calvert y con el rechazo algo contrariado del museo a mostrar los restos que Schliemann les ofreciera. 150 años después el British expone unas 300 piezas que van desde la Edad de Bronce, contemporánea a lo que Homero contaba, y la edad de la propia epopeya, sobre el VIII a.C., hasta el día de hoy.

La exposición, comisariada por Alexandra Villing, muestra excelentes piezas de época clásica, pero lo interesante subyace en el trasfondo: la vieja discusión entre mito y realidad tras el poema homérico y sus personajes. ¿Nos importan hoy solo el contexto arqueológico de Troya en el mundo del Bronce Antiguo o los datos sesudos y filológicos sobre el gran poema griego? ¿O, realmente, reparar en que estamos ante el alba de toda literatura, pensamiento y arte en Occidente?

Ahí está la gran historia: todos llevamos impreso indeleblemente en nuestro ADN cultural a Homero y a la gran guerra quintaesencial de nuestra civilización, origen de todos los ciclos literarios que nos han inspirado. Aquella guerra arquetípica que muestra la miseria y esplendor del ser humano prende la mecha a los ciclos narrativos estudiados por los folcloristas o los psicoanalistas y es materia confundida ya con los cuentos o con los sueños.

Como recuerda la exposición, esos personajes inolvidables –Helena y Paris, Aquiles y Héctor, Ulises y Penélope– nos conducen al mito de los orígenes de aquella ciudad que fue y cayó, y cuyos ecos y postrimerías nos siguen emocionando hoy como siempre. Lo saben Virgilio, Dante, Calderón, Goethe, Joyce y tantos otros genios: no hay nada tan perdurable en la historia de la cultura como los héroes de Homero.