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La prostituta que se resistió a Casanova

La figura del italiano regresa al cine con un filme de Benoît Jacquot, protagonizado por Vincent Lindon y Stacy Martin, que se estrena este viernes, día de San Valentín. La cinta recrea la atracción que el veneciano sintió hacia una cortesana inglesa. El único amor frustrado de toda su vida
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Casanova escribió sus memorias en francés, y no en italiano, porque era la lengua más difundida en Europa. Un detalle de su pensamiento que revela un carácter pragmático que extendió sin dudarlo a las mujeres y que no marida demasiado bien con la imagen de seductor compulsivo y atrabiliario que se mantiene en tantas imaginaciones. El siglo XVIII fue una centuria de muchos ilustrados y abundantes libertinajes, como si la libertad de pensamiento también arrastrara consigo cierto desenfreno. Aquella época, alejada de nuestras sensibilidades #MeToo y que nos ha dejado toda una aureola de pensadores destacados, está dominado, sin embargo, por el mito de esas cien mujeres que el italiano conquistó sin que, en este caso, el idioma supusiera ningún impedimento para él. Su leyenda descansa en esa cifra que durante años ha despertado la admiración (y la envidia) de tantos hombres y ha alentado la curiosidad de muchas mujeres. Una imagen que ha dejado el perfil de un personaje descarado y desprendido de sentimientos, capaz de las mayores vesanias, amoralidades y desapegos, que concuerda muy bien con alguno de nuestros «don Juanes», pero que no encaja fielmente con el retrato que asoma en la autobiografía del veneciano, esas monumentales «Mémoires» que Atalanta publicó completas hace unos años (y que ahora, lamentablemente, parecen agotadas).
«Novedad y circunstancias»
A Giacomo Casanova más que como un Tenorio habría que dibujarlo con un trazo de grosor más fino. Su sombra casa mejor con la de una personalidad enamoradiza. Un carácter de voluntad frágil, de las que se rinden con enorme facilidad a los encantos y atracciones que ofrece el destino. Una de esas educaciones que desprovee de exageraciones su pasado y se declara «amigo de todas las mujeres» y explica sus reiteradas caídas en las tentaciones con toda la elegancia que permite la ironía: «Lo que me había fascinado no era más que la novedad y la combinación de las circunstancias, y que no tardaría en llegar el desencanto. Dejaré de encontrarla maravillosa, me decía, en cuanto me haya acostado con ella». Esta impresión autógrafa, que más que una confesión es toda una psicología de lo que entendía y vivía como amor, la escribió a propósito de Marianne de Charpillon. Casanova la describió en un párrafo que dice mucho de ella, pero, probablemente, más de su admiración: «La Charpillon era una belleza a la que resultaba difícil encontrar defectos. Sus cabellos eran de color castaño claro, sus ojos azules, su piel de la blancura más pura (…). Sus senos eran pequeños, pero perfectos, sus manos regordetas pero bien hechas y un poco más largas de la media, sus pies graciosos y su andar seguro y noble. Su cara dulce y abierta revelaba un alma distinguida por la delicadeza de sentimientos y ese aire de nobleza que suele depender de la cuna». No está exenta de cierto cinismo que justamente esta muchacha perteneciera precisamente a esas mujeres que no se cortejan y que, como él mismo reconoce «había premeditado el designio de hacerme desgraciado antes incluso de haber aprendido a conocerme».
Cuando la conoció, Casanova escribió «fue en ese fatal día, a principios de septiembre de 1763, cuando empecé a morir a y acabé de vivir. Tenía treinta y ocho años». El director Benoît Jacquot refleja en «Casanova, su último amor», protagonizada por Vicent Lindon y Stacy Martin, esta relación. El filme comienza en Bohemia, cuando él ya se ha retirado del mundo, anda ocupado en labores bibliotecarias y su fama goza de mayor salud que su ritmo cardíaco. Es un hombre que siente más cercanía por los recuerdos que por los días que le quedan y que mata el ocio dispensando lecciones de filosofía a una adolescente. Desde esa vejez rememorativa y caduca de ambiciones, ausente ya de deseos, rememora a la única mujer por la que hubiera renunciado a su vocación viajera y se hubiera comprometido a acomodarse en una vida familiar. Y, además, en Inglaterra, un país por el que no sentía demasiada afinidad y del que despreciaba sus extrañas costumbres (como la defecar en los jardines públicos sin tomar las más elementales discreciones).
Las advertencias («es una pequeña zorra que hará cuanto pueda por atraparos», le comentó un amigo, según recoge en su biografía) no le disuadieron y la Charpillon lo acabaría enredando en sucios negocios relacionados con un elixir de juventud y una serie de negocios oscuros destinados a sonsacarle la pasta. Lo que él interpretó como un simple juego de seducción, el tira y afloja destinado a aumentar el deseo del amante, resultó un burdo engaño para mantenerlo entretenido mientras le asaltaban la faltriquera. El agradable trato de la Charpillon, y su madre, solo era una artimaña de avaros para dejarle sin dinero. A ninguna de las dos le dolía los sufrimiento que padecía el seductor. Casanova, el hombre que no prolongaba sus aventuras más allá de cuatro o cinco meses, capaz de encapricharse con el olor de un perfume, cayó rendido, probablemente por primera vez en su vida, ante los encantos de esta desconocida. Lo sarcástico es que ella pertenecía al gremio de las mujeres públicas, alguien a quien Casanova hubiera podido comprar sus favores, como hacían la mayoría de londinense, por unas cuantas monedas y sin ninguna dificultad. Pero la Charpillon era un alma lista, muy viva en despistes y dar pábulo a las esperanzas y a las reiteradas negativas para mantener relaciones con su pretendiente pretextaba razones curiosas cuando él, al entrar en su habitación, la encontró desnuda: «Os dije que nunca me tendríais por la fuerza ni por dinero, sino cuando me hayáis enamorado con vuestra conducta».
Primer encuentro
Casanova, el seductor que vivía solo, que viajaba mucho, el amante del juego, la bebida, las partidas de cartas, trotaba por los conventos y escapaba de las cárceles en las que caía, no reconoció nunca en esa mujer a la niña que conoció cuando él era un hombre maduro y ella, una niña de 11 años. Se encontraron en París y él le regaló una joya. Casanova, el libertino, el músico, el escritor, el matemático y filósofo, tardaría en descubrir que su madre era una estafadora de largo recorrido y fama que huyó de Suiza por quebrantar sus leyes y que, ya lo había olvidado, él mismo mantuvo tratos con ella en el pasado. Negocios de los que ya había salido escaldado. Su relación se saldó con unos cuantos episodios sucios de peleas y discusiones, amenazas de denuncia (la pederastia) y lances de todo tipo que arruinaron la autoestima del elegante conquistador, y unas parcas líneas: «Así me redujo el Amor en Londres. Fue la clausura del primer acto de mi vida. El segundo concluyó cuando me fui a Venecia en 1783. La del tercero llegará sin duda aquí, donde me entretengo escribiendo estas memorias. La comedia acabará entonces y habrá tenido tres actos. Si la silban, espero no oír a nadie decírmelo».

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