Fritz Haber, el judío que creó el gas de Auschwitz
Fue Premio Nobel de Química, parte de su familia murió en los campos de concentración y su mujer y su hijo se suicidaron por su contribución al desarrollo de las armas químicas durante la Gran Guerra
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Soberbio, orgulloso, inteligente, prepotente, déspota, patriota, despectivo. Nadie en el siglo XX se ajusta mejor a la idea de hibris que Fritz Haber, un hombre que puso todo al servicio de su ambición intelectual: familia, principios, moral y cultura. Nació en Breslau, en el seno de una familia asquenazí, pero renunciaría a sus raíces judías y adoptaría el cristianismo para crecer en la sociedad y progresar en el mundo académico. Nada debía suponer un obstáculo en su carrera por prosperar y alcanzar sus metas. Por encima de todo estaban las aspiraciones. Más incluso que la condición humana. Lo demás apenas importaba. Probablemente es que no importaba. Sus notables cualidades científicas articulaban bien con su espíritu materialista y pragmático. Pertenecía a una mentalidad cartesiana, analítica, que tienen que reducir todo a una fórmula matemática o química: los ideales, los derechos... Un hombre de hierro con una conciencia de acero, intonsa, impermeable a sentimientos y afectos.
En la carrera encontró dos cosas: su prestigio y su esposa, Clara Immerwahr, una Marie Curie, un genio a su altura, hecha de su misma materia, pero no igual sustancia; una mujer que parecía hecha para que emparejara con un Dios de su talla: reunía conocimientos, belleza y reputación universitaria. Un triunfo. Y un éxito social. Pero lo suyo parecía un malentendido de los sentimientos más que la coincidencia de dos almas gemelas. Ella creía en sus emociones y él solo en sus razones, que no es la razón. La historia acabaría abriendo un abismo entre ellos.
Antes, Fritz Haber haría su gran contribución al mundo. Los hombres parecen estar hecho de la reconciliación de contrarios: el mal y el bien parecen disputar una partida eterna por apoderarse de su juicio y sus decisiones. El científico que crearía sustancias que aniquilaran a miles de personas, contribuyó a mejorar la existencia de millones de seres. El proceso Haber-Bosch abrió las puertas de los fertilizantes artificiales. Las cosechas no se perderían, serían más abundantes y el hambre, tan endémica como las pestes, se aplacaría por fin. Por este trabajo acabaría recibiendo el Premio Nobel de Química en 1918. Nadie había hecho tanto para la vida y nadie haría tanto para quitarla poco después.
En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y él pronunció esa frase, aquella frase: «En tiempos de paz, un científico pertenece al mundo, en tiempo de guerra, a su país». Toda una declaración. El destino reclamaba la presencia de Fritz Haber y él acudió. Las naciones ya no eran fronteras invisibles, sino zanjas en la tierra. Las trincheras mataron a cientos de hombres y se tragaron imperios que habían perdurado siglos. Los campos de Europa se convirtieron en tumbas de generaciones de jóvenes. La expresión Viejo Continente nunca tendría tanto sentido cuando se firmara la paz. Y él contribuiría a eso, a que se excavaran más zanjas, a que más madres tuvieran que despedir sus hijos.
La Convención de la Haya prohibía que se usaran gases químicos en las contiendas. Una prohibición que en realidad era más que una norma, era un requisito moral. Pero Fritz Haber no le importaban esas mundanidades. También él era un general, como Ludendoff, como Hinderburg. Si la Primera Guerra Mundial se llama la Guerra del Gas se debe a hombres como él, que pusieron la ciencia al servicio de la muerte. Creó máscaras con filtros para los soldados y encontró una manera de saltarse las leyes impuestas a los conflictos bélicos. Estaba vedado arrojar bombas químicas, pero no liberar gas. Y eso es lo que hizo. Él mismo supervisó la liberación de dicloro en la segunda batalla de Ypres, en 1915 para que el aire condujera el producto hasta las filas enemigas. Era la primera vez que se empleaban estos productos como arma. Seguro que alguien lo felicitaría. Morirían miles de combatientes. Desde entonces, todas las tropas irían al frente con máscaras. Otro tanto para Fritz.
La suerte nunca llega sola. Siempre trae consigo alguna desgracia. Sus méritos en el frente, las congratulaciones que recibía de los oficiales, no valían nada en casa. Ahí es donde se sabía todo. El domicilio se convirtió para él en otro frente. Su mujer le reprochó lo que estaba haciendo. Le insistió para que dejara de ayudar a los militares y participara en la masacre de cientos de hombres. Se lo tomó a broma. Ella se suicidó entonces. Un disparo en el pecho. En el corazón. Fritz Haber la enterró y al día siguiente se marchó a la línea Oriental de la guerra. A liberar más gas. Esta vez contra los rusos. Un año después volvería a contraer matrimonio.
Con Versalles, su prestigio no merma. Al revés, crece. Sin su aportación, Alemania no habría aguantado el empuje de sus adversarios. Tiene las puertas abiertas a cualquier investigación. Incluso las más delirantes: extraer oro del mar. Fracasa. Pero en otro ámbito, no. Su laboratorio sigue funcionando. Crea nuevas fórmulas, mientras las políticas antisemitas de los nazis van calando en la sociedad. Entonces, en contra de lo que esperaba, él es rechazado por los seguidores de Hitler. No aplauden sus méritos anteriores. Tampoco su servicio a la patria. Ni las medallas que le han reconocido. Es 1933 y tiene que dejar Alemania. Tiene que marchar a Inglaterra. Los ingleses fueron los primeros que sufrieron sus investigaciones químicas. La historia es sobre todo ironía. Fallecería un año más tarde. Pero, antes de hacerlo había dejado un última aportación, una última fórmula para fumigar: El gas zyklon. El Tercer Reich comprendería mejor que él su uso. Lo emplearía en las cámaras de gas de Auschwitz y los campos de concentración para asesinar a millones de judíos, entre ellos parte de su familia. Su hijo, consciente, se mataría también. Ya lo advertían los griegos: con aquel que caiga en la hibris porque no conocerá el descanso y será perseguido sin descanso por las Furias.
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