Estos son los guantes de boxeo más antiguos del imperio romano
Las piezas, datadas entre el 105 y 120 d. C, están desgastados por el uso y presentan señales de haber sido reparados
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El boxeo no es más que una pelea con reglas. Un intento civilizar la riña callejera. Ya se sabe que la guerra comienza donde termina la diplomacia, y los puñetazos, donde no llega la educación. La «pygmachia» (la lucha con las manos cerradas) no estaba bien vista en la antigua Roma. Ellos podían conquistar el mundo a sangre y fuego, divertirse con los juegos gladiatorios, sacrificar cientos de animales en las «venatio», pero eso de ver a dos hombres atizándose con puños no lo tenían demasiado claro. Para los romanos eso del pugilismo más bien era una cosa de griegos, hacia los que no tenían en la consideración que habitualmente creemos. De hecho, Virgilio, en la «Eneida», alude a la distancia cultural que los separaba en un párrafo que más o menos dice así: «Fundirán bronces que respiran, sacarán rostros vivos del mármol, defenderán causas mejor y los cursos del cielo trazarán con el radio. Tú, romano, recuerda: regir con tu imperio los pueblos será tu arte, y tu ley imponer en la paz, respetar al sometido y derribar al soberbio». Meridiano, vamos.
El pugilismo está documentado en la cultura Minoica, la «Iliada» y en la Grecia clásica. Y es probable que si retrocediéramos en el tiempo descubriríamos que el arte del puñetazo cuenta con tradición que el estrechón de manos. Pero a los descendientes de Rómulo y Remo esa aristocracia temporal se la traía al pairo. ¿Qué hacen entonces unos guantes de boxeo en un yacimiento romano? Es cierto que durante el imperio, Roma permitió la representación de algunos deportes griegos. Entre ellos el boxeo, que era una práctica ajena a su sociedad y la concepción que tenían de ella. Los herederos de Aquiles eran individualistas y competitivos. No había que ser bueno, había que ser el mejor. Una idea que los habitantes del Tíber observaban con una tremenda desconfianza, sino con todo su recelo etrusco. Para ellos, lo relevante era la sociedad y las personas estaban al servicio de ella. Lo que predominaba en ellos eran tres ideas: lo religioso, la justicia y lo militar. Lo demás era sospechoso de barbarie.
Cuando Tácito, en época neroniana, vio cómo se importaban estos modos helenísticos, en aquella época tildaban casi de afeminados, escribió: «La moral tradicional, ya en progresiva decadencia, se ha arruinado completamente ante esta actividad disoluta; ya puede verse en nuestra ciudad todo aquello que puede corromper y ser corrompido, las influencias extranjeras dañan a nuestros jóvenes, que pasan el tiempo ociosos en los gimnasios de los pervertidos... ¡no les falta sino mostrarse desnudos, tomar los guantes de los púgiles y estudiar las tretas de este vil ejercicio en vez de la milicia y el arte militar!». Y se quedó tan a gusto. En definitiva, hasta podía tener razón: qué lecciones tenían que aprender ellos de unos tipos a los que habían conquistado.
Los guantes de boxeo que se conservan en el museo de Vindolanda, datados entre el 105 y 120 d. de C., son importantes porque revelan varios aspectos importantes relacionado con lo anterior. Lo primero, resulta muy difícil encontrar material orgánico del pasado. Estas piezas de cuero han llegado hasta nosotros porque en aquella región, Northumbria, llueve más que en «Blade Runner». En determinadas áreas es como si el diluvio universal no hubiera terminado. La tierra está húmeda y es capaz de conservar esta clase de restos (incluidas también cartas: allí está la única epístola firmada con nombre y apellidos por una mujer de todo el imperio romano). Lo segundo, y no menos importante, muestra cómo eran estos accesorios de la lucha. En realidad, estos fragmentos pertenecen solo a la parte que recubría los nudillos: unas tiras de cuero provistas de materiales accesorios para proteger los huesos y que los hacían más mullidos. El resto del guante consistía en unas tiras de cuero que descendían por la muñeca y se unían a una tira lana ajustada a la mitad del antebrazo que se usaba para secar el sudor de la frente. Lo tercero, y no menos relevante, es que estas dos partes presentan evidencias de haber sido utilizados. Están desgastados y uno de ellos presenta señales de haber sido reparado.
Los combates de púgiles entonces no eran como nos figuramos. Consistía en ponerse lo máximo de perfil, protegerse la cabeza con los brazos y aprovechar los descuidos para meter un golpe. Allí no había cuadrilátero, ni asaltos, ni campana ni mucho menos un árbitro a nuestra usanza. Vencía el que caía o se rendía. Más que ganar, se sobrevivía. Pero así era. Un epigrama burlesco sobre un púgil y dice: «Aulo consagra al dios de Pisa todos los huesos de su cráneo, recogidos uno a uno. ¡Haz que vuelva sano y salvo de los juegos de Nemea, oh poderoso Zeus. te ofrecerá las vértebras de su cuello, es todo lo que le queda...». Muy elocuente.
Si los romanos despreciaban lo que después se vino a denominar «la dulce ciencia», ¿qué hacen allí estos guantes? La clave está justamente en qué lugar han aparecido. En un campamento militar del muro de Adriano. Para Roma ese lugar no estaba en el fin del mundo, estaba más allá. A la población no es que no les preocupara aquella frontera, es que ni pensaban en ella. ¿Y quién iba a enviar a un lugar en el que nadie piensa gladiadores o animales para entretener a la población? Nadie. Así que en los asentamientos, muchos de ellos constituidos por soldados, recurrían a toda clase de ocio y espectáculos para entretenerse, entre ellos el boxeo. Algunos aducirán que formaba parte del entrenamiento militar. Podrían ser, pero tampoco sería la principal preocupación del oficial encargado de meter disciplina a las unidades. Un aspecto bastante dilucidador está en las legiones y cohortes destinadas allí. Casi todas estaban compuestas por unidades procedentes del norte de Europa y otras regiones dominadas por Roma. La principal herramienta de integración en la sociedad romana era su ejército. Hombres procedentes de otras civilizaciones aprendían allí sus primeras palabras latinas. Al licenciarse, después de más o menos. 25 años de ejercicio militar, podían acceder a una parcela de terreno propio. Es justo en un campamento con estas características, ubicado a la sombra del muro de Adriano, con la amenaza a su alrededor de los pictos y otras tribus del norte, y formado con tropas procedentes de varios rincones del imperio, donde, sabemos que, por lo menos una vez, dos hombres disputaron un combate de boxeo.
Por si quiere saber más:
-RUIZ DE ARBULO, Joaquin. El Anfiteatro de Tarraco y los espectáculos de gladiadores en el mundo romano, Tarragona: Fundación Privada Líber, 2006.
-RUIZ DE ARBULO, Joaquin. Roma explicada a los jóvenes (y a los no tan jóvenes), Barcelona: Ediciones invisibles, 2017.
POSTEGUILLO, Santiago: “Y Julia retó a los dioses”. Planeta.
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