Las singladuras del siglo XVI: entre el tedio y las enfermedades
En la era de la navegación a vela, las travesías se caracterizaban por su duración, la reclusión, el aburrimiento y la propagación de enfermedades
Creada:
Última actualización:
Los marineros y cualquier tripulante adicional –soldados, religiosos, colonos– pasaban meses en alta mar y se veían en la necesidad de convivir en un espacio estrecho, con mucho tiempo libre, y con unas condiciones de salubridad sumamente precarias. Es por todo ello que los viajes de descubrimiento, y potencialmente cualquier singladura transoceánica, constituían auténticas odiseas jalonadas por motines, epidemias, naufragios y calamidades de toda clase. Era importante que la moral de la tripulación se mantuviese alta para propiciar la convivencia en la estrechez del buque. Según explica Antonio de Guevara (1480-1545) en su mordaz «Arte del Marear y de los inventores de ella (1539)»: «Es saludable consejo que como en la galera no haya mucho que hacer ni menos que negociar, verá allí el pasajero que lo más del día y de la noche se ocupan en contar novelas, hablar cosas vanas, blasonar de sus personas, alabar a sus tierras y aun relatar vidas ajenas».
Lo mismo sucedía en naos, galeones y carabelas. Flautas, guitarras, sacabuches, y tiorbas constituían los instrumentos que amenizaban las tediosas jornadas en el océano. Las novelas o libros de caballerías eran una bendición para aquellos que sabían leer y, a menudo, también para los que no, puesto que los primeros hacían las lecturas en voz alta. También estaba la pesca, que además contribuía a diversificar la dieta. El pasatiempo por excelencia, sin embargo, era el juego. A pesar de los intentos de prohibición de algunas variedades, como los dados, los marineros y soldados lo practicaban con la misma asiduidad que no pocos oficiales y suboficiales de las armadas reales, incluidos los responsables de perseguirlo, los alguaciles.
Jugar al tocadillo viejo
Según Antonio de Guevara, lo habitual era que a bordo «todos tengan libertad de jugar a la primera de Alemania, a las tablas de Borgoña, al alquerque inglés, al tocadillo viejo, al parar ginovesco, al flux catalán, a la figurilla gallega, al triunfo francés, a la calabriada morisca, a la ganapierde romana y al tres, dos y as boloñés, y todos estos juegos se disimulan jugar con dados falsos y con naipes señalados». Todo esto se realizaba en el mismo lugar donde se comía y dormía. Del hacinamiento, la falta de higiene, los parásitos que proliferaban y una alimentación deficiente nacían las enfermedades que, diezmaban las tripulaciones. Una de las más mortíferas era el escorbuto, que así describió el navegante Andrés de Urdaneta: «Da una enfermedad en esta mar del Poniente a los hombres que se les crecen y podrecen las encías y mueren muchos de esta enfermedad […], y aun a los que han ido desde la Nueva España para la Especería no les ha dejado de dar esta enfermedad, empero como la navegación se hace en poco tiempo y llevan bastimentos frescos, no hace tanta impresión como hace en los que van desde España por el Estrecho».
Luego estaban las enfermedades tropicales, como la fiebre amarilla o la malaria, transmitidas por los mosquitos en las regiones costeras, y las que derivaban del consumo de víveres en mal estado, como el beriberi. No hay que extrañarse de ello, pues menudean en las relaciones y crónicas descripciones como esta, que Álvaro de Mendaña trasladó a Felipe II en 1569 acerca de su viaje a las islas Salomón: «La ración que se daba era media libra de harina, de que sin cernir se hacían unas tortillas amasadas con agua salada y asadas en las brasas; medio cuartillo de agua lleno de podridas cucarachas, que la ponían muy ascosa y hedionda». A consecuencia de lo cual, «lo que se veía eran llagas, que las hubo muy grandes en pies y piernas; tristezas, gemidos, hambre, enfermedades y muertes con lloros de quien les tocaba, que apenas había día que no se echasen a la mar uno y dos, y día hubo de tres y cuatro. Andaban los enfermos con la rabia arrastrados por lodos y suciedades que en la nao había». Todos los buques de guerra contaban, en teoría, con cirujano, o al menos un barbero, dotados con medicamentos, apósitos, ungüentos y alimentos especiales para los enfermos, pero hasta el siglo XIX, con las nuevas formas de conservación de los alimentos y los avances médicos de la época, estas pestilencias no serían erradicadas.
Para saber más:
Desperta Ferro Especiales XXII
84 páginas
7,95 euros