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Connery, el actor que consiguió eclipsar a Robert de Niro

El famoso actor, que ayer murió a los 90 años, fue el primer James Bond. Logró un Oscar, dos Bafta y tres Globos de Oro

Sean Connery durante el rodaje de la película "Solo se vive dos veces"
Sean Connery durante el rodaje de la película "Solo se vive dos veces"Sidney SmartAP

Fue el albañil que se convirtió en 007, el “bodybuilder” que preparó los martinis secos más exigentes del sector del espionaje para matar. Había algo típicamente proletario en Sean Connery, que ayer murió con unos respetables noventa años. No nos hubiera extrañado verle como “angry young men” del Free Cinema, con ese acento escocés colgándole de la comisura de los labios, si no fuera porque James Bond le secuestró antes de que ningún rebelde le pudiera recordar sus orígenes humildes. A Ian Fleming su corpulencia de barrio no le convencía nada, pero su novia le persuadió de que todas las mujeres desearían acostarse con él. Con un contrato que le ató de pies y manos por seis películas, Connery definió un tipo de masculinidad que combinaba elegancia y misoginia, con un toque de ironía que, más tarde, Roger Moore transformaría en sana autoparodia.

Si su James Bond era la sublimación del héroe sin pasado ni futuro filtrado por el tamiz de la cultura pop, solo fue la punta del iceberg de una carrera que se arrancó las etiquetas de su traje eternamente nuevo. Hitchcock, tan perverso y tan sabio, fue el primero en percibir las oscuridades de su innegable talento. Un año antes de que Connery declarara a la revista “Playboy” que lo de darle una bofetada a una mujer no estaba tan mal llegado el caso –lo que corroboró en una entrevista con Barbara Walters en 1987–, le ofreció el papel de galán violador de “Marnie, la ladrona”. Si, dicen los aficionados a la psicología biográfica, que sus problemas con las mujeres provenían de la falta de cariño que recibió de su madre, el idilio con una cleptómana frígida parecía su destino natural.

Hitchcock supo aprovecharse de la violencia que emanaba su virilidad y, de vuelta, le dio la oportunidad de mancillar su currículum, de abrir una nueva vía de escape que nada tuviera que ver con Bond. Especialmente en su trabajo con Sidney Lumet (en “La colina” pero sobre todo en la siniestra y sofocante “La ofensa”, donde interpretaba a un policía tan violento como los criminales a los que interrogaba) y con Martin Ritt (en la espléndida “Odio en las entrañas”), Connery demostró que James Bond se le había quedado pequeño. En la segunda mitad de los setenta, suyo fue el cine de aventuras, siempre coronado con una guinda crepuscular que le hacía parecer más mayor de lo que en realidad era.

Se había liberado del generoso tupé que lucía como agente 007, y su precoz alopecia se cargó de significado romántico. A veces de una forma literal (cómo olvidarse del modo en que se declaraba a Audrey Hepburn en “Robin y Marian”: “Te amo más que a todo, más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos (…) Te amo más que al amor o a la alegría, más que a la vida entera. Te amo más que a Dios”), a veces bajo el salacot del explorador intrépido (en “El viento y el león” y en la fundacional “El hombre que pudo reinar”). En esas películas, prefiguraba a uno de los personajes que le mitificaron, en los ochenta, como el dandy maduro que dignificaba todo reparto en el que metía la patita: el padre de Indiana Jones en “Indiana Jones y la última cruzada”. Su presencia era capaz de eclipsar a Kevin Costner y Robert de Niro (en “Los intocables de Elliot Ness”, por la que ganó un Oscar al mejor actor secundario) y de transformar “El nombre de la rosa” en un “whodunit” irresistible.

Los noventa no fueron memorables, pero conservó su atractivo de jubilado interesante hasta que se retiró a vivir en Marbella, a la sombra de un campo de golf y un agujero negro con la Agencia Tributaria que le obligó a emigrar a las Bahamas. Mientras evadía impuestos con un bronceado digno de un adicto a los viajes del imserso, no perdía la oportunidad de declararse más que simpatizante de la independencia de Escocia, su añorado terruño al que solo podía volver como emigrante honorífico. Poco importaban sus polémicas con Hacienda y su contradictorio nacionalismo: enterramos a otro mito, y ya no nos quedan lágrimas.