Un crimen elemental para el “detective” A. C. Doyle
Tusquets publica un singular libro sobre un episodio fascinante de la vida de Arthur Conan Doyle, en donde tuvo que hacer frente a un caso real digno de su inmortal personaje, Sherlock Holmes
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Pocas frases más célebres que la pronunciada por Sherlock Holmes a su ayudante: «Elemental, querido Watson». Si bien tal latiguillo no se dice en ninguna página que escribiera sir Arthur Conan Doyle, pues en realidad apareció por vez primera en la película de 1939 (nueve años después del fallecimiento del autor) «Las aventuras de Sherlock Holmes». Alto y espigado, de «mirada aguda y penetrante», el personaje vio la luz en 1887, en «Estudio en escarlata» (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos). ¿Sus aficiones?: la apicultura, el boxeo, tocar el violín. ¿Sus hábitos? Comer galletas y tomar cocaína en casa, en el famoso 221B de Baker Street, de Londres, que comparte unos años con Watson. ¿Sus enemigos? El profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, que tira al detective por unas cataratas en «El problema final». Pero Doyle, empujado por las protestas y súplicas de sus lectores, resucitaría a su personaje, hoy más vivo que nunca.
La figura de Sherlock Holmes es el icono universal del detective inglés que resuelve misterios gracias a la más poderosa de las armas: la observación minuciosa y la capacidad de deducción. Una atracción que parece no tener fin y que el mundo del celuloide adaptó pronto, incluso con adaptaciones mudas, las cuales empezaron a popularizar al personaje concebido por un escocés, formado en la facultad de Medicina, que se mudó a Londres en 1891, a los treinta y dos años, para dedicarse, sin éxito, a la oftalmología y que se acabaría consagrando a la literatura con un éxito inconmensurable: Arthur Conan Doyle, al que la editorial Almuzara dedicó una biografía hace escasas fechas, obra de Eduardo Caamaño.
Este destacaba el hecho de que hay estatuas que rinden homenaje a Holmes, por ejemplo en Edimburgo, pero no a Doyle, quien «no solo tuvo reconocimiento internacional, sino también el desprecio de sus detractores, que solían referirse a él como un “auténtico lunático” por las descabelladas creencias que defendió con ahínco en la última etapa de su vida», esto es, las referidas a asuntos paranormales. Pero este «lunático» también tuvo que remangarse intelectualmente como su personaje y enfrentarse a un caso real. Y esa es una novedad que nos ofrece «Arthur Conan Doyle, investigador privado. La historia real de un sensacional asesinato británico, una cruzada por la justicia y el escritor policiaco más famoso del mundo» (Tusquets), de Margalit Fox, quien tuvo la audacia de ir más allá de la ficción en sus pesquisas detectivescas. De hecho, se retó a hacer justicia a un caso que fue inmensamente famoso en la Inglaterra de inicios del siglo XX.
Un inmigrante sospechoso
Esta autora natural de Nueva York, en 1961, que escribe para «The New York Times», ha realizado una portentosa búsqueda de fuentes para documentar cómo el escritor escocés quiso indagar en profundidad en un asesinato ocurrido en 1908, cuando una anciana de posición acomodada, solitaria y que hacía ostentación de su gran serie de joyas, fue encontrada muerta por grandes contusiones en su domicilio de Glasgow. En primera instancia, parecía que no había dudas al respecto del responsable de tal crimen, pues la policía no tardó en encontrar a un sospechoso llamado Oscar Slater, un inmigrante alemán de origen judío y de dudosa reputación. Sin embargo, objetivamente no existían las suficientes pruebas en su contra, lo cual no fue óbice para, rápidamente, juzgarle y condenarle por «uno de los crímenes más brutales y despiadados que se han recogido nunca en los negros anales en los que los criminólogos encuentran los materiales para su estudio». Son palabras del propio Conan Doyle, al que le llegó a obsesionar lo que consideró una injusticia flagrante.
Lo fantástico es que, como va revelando Fox, el escritor se puso a usar los métodos detectivescos que su célebre personaje desarrollaba en tantas narraciones y llegar a la verdad del caso: el de qué pasó en realidad con Marion Gilchrist, de casi ochenta y tres años, y de su presunto asesino, que, tras su condena, en 1909, muchas publicaciones lo compararon «con un vampiro, un término peyorativo que se aplicaba a los judíos». Algo muy frecuente en la época; como decía una respetable revista de Glasgow. «Gran Bretaña [...] abre sus brazos a la escoria extranjera [...] canallas parecidos a topos merodean por la comunidad». Y esto es sólo un ejemplo de los terribles prejuicios que ensombrecían la existencia de ciertos migrantes en suelo inglés. Doyle sospechó de otra persona del entorno de la anciana, y fue tras la pista de las pruebas para confirmarlo, que no revelaremos para evitar hacer un «spoiler» al lector y que él mismo descubra las luces y sombras de una muerte que aún hoy, como dice Fox, tras once décadas está lejos de aclararse.
Cambio de testamento
La señora en cuestión no tenía apenas relación con sus familiares, e incluso su persona más cercana a sus afectos era una antigua doncella, y la hija de esta. Lo curioso es que un mes antes de morir, Miss Gilchrist cambió su testamento. «La versión anterior, que se había redactado seis meses antes, dividía su patrimonio –valorado en más de 15.000 libras esterlinas y que incluía joyas, pinturas, muebles, objetos de plata y considerables reservas de dinero– entre varias sobrinas y sobrinos», pero el nuevo testamento dejaba la totalidad del patrimonio a dichas doncella e hija. Por otra parte, Miss Gilchrist vivía sola a excepción de su doncella, una joven escocesa de 21 años llamada Helen Lambie, que llevaba tres años trabajando para ella. Fox cuenta, asimismo, que durante las dos décadas que siguieron al asesinato, «el comportamiento de Lambie sugirió que sabía más del crimen de lo que estaba dispuesta a confesar, incluyendo, probablemente, la identidad del verdadero asesino».
Un asesino que pudo sentirse atraído por la gran colección de joyas guardada en la casa, que incluía anillos con diamantes, esmeraldas y rubíes; brazaletes de oro, plata, perlas y turquesas; collares de perlas y diamantes; pendientes de diamantes, y otras muchas piezas. «Era raro que luciese más de una joya de su colección», escribió Conan Doyle en 1912, empero. «De sus posesiones obtenía una alegría temerosa, porque expresó más de una vez su aprensión a que la atacasen y robasen». Es más, para evitar los robos, Gilchrist escondía sus joyas en lugares insospechados en vez de utilizar la caja fuerte de la sala de estar, como el guardarropa de la habitación de invitados, donde las metía entre capas de ropa.
Los misterios se irán sucediendo antes y después del crimen, pues en las últimas semanas de la anciana habían empezado a ocurrir cosas extrañas, como la muerte de su terrier irlandés, tal vez por envenenamiento, o el hecho de que más de una docena de residentes vio a un hombre merodeando por la casa de la adinerada señora. En definitiva, la policía encontraría el cadáver de esta guisa: cubierto de sangre y al lado de una pesada silla del comedor cuya pata trasera izquierda estaba bañada en sangre, lo cual había causado una serie de extrañas heridas en el cuerpo. Esa misma noche, el departamento de policía de Glasgow emitió el primer boletín interno sobre el crimen, con una posible descripción del culpable: «Viste un abrigo gris largo y una gorra oscura. Parece que el robo ha sido la causa del asesinato, porque en un dormitorio han abierto una serie de cajas y las han dejado tiradas en el suelo». Todo un desafío para el Sherlock Holmes que llevó dentro Sir Arthur Conan Doyle.